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Alba propicia
Mucho antes de las fibras que convergen en la letra, son mirada abierta y pensamiento a la deriva las palabras del poema, un desorden de ideas, sensaciones y sonidos, y una sed vaga y sin embargo minuciosa que perturba vísceras y sueño. Mucho antes de los labios o las manos que las ponen en el aire; de la incierta voluntad que cristalizan o al menos eso perseveran con su antigua inocencia inquebrantable, apenas son aliento y tacto de las cosas en el mundo, rumor de uno mismo o de los otros que a veces nos aturde o acaricia en una tibia y larga duermevela o en el suave temblor que nos dejan en el alma los golpes del dolor o de la risa. Porque a eso expone su silencio y lo guarda y lo cultiva, aunque parezca en otra parte imprecisa y desmedida, distraído o soñoliento, ocioso o aturdido, absorto en una lejanía sin motivo ni horizonte o a la orilla de las duras exigencias de la vida y sus muchas obediencias sin remedio, para que el poema sea, el poeta se concentra en esa íntima intemperie y se arriesga a sus encuentros y extravíos. En rigor, si es genuino, no hay poema sin peligro. La palabra que toca al mundo, si en realidad lo toca, el mundo la toca, la ciñe y la desmaya, la desarma, la seca y la vacía, y si resiste la devuelve reciente a la garganta de las cosas que conceden al fin su resonancia. “Los hombres nunca saben/ cuánta dulzura y cuánto/ quebradizo silencio/ hay en una palabra”, dice Efraín Huerta. (“Verano”). De ahí la ternura y la violencia que afloran en los roces de la voz con el sentido, y también, en el esfuerzo de sangre y pensamiento que pulsa en el poema, a veces un atisbo de verdad y de justicia ante los muros del horror y del absurdo que tanto nos hacemos. Sólo así en la palabra emerge el calor de la persona, no la lisura congelada de su estatua; la textura de un rostro cruzado con las sombras y destellos de la duda y el acierto si lo fuera, no la máscara perfecta de su mueca de fama y suficiencia. De inasible y contemplada a la distancia, el alba por ejemplo se desdobla entonces en un recinto propicio para hombres locos y valientes, “caídos de sueño y esperanza”. Cómo si no de esa manera hacer la voz que dice el cuerpo amado y ebrio, vulnerable en su belleza y apenas contenida su miseria en el amparo de un abrazo; cómo sin esa valentía tallar los goznes y peldaños que articulan y elevan la rabia o la plegaria para que no sean en la boca sólo ruido o sumisión, o la esperanza lúcida y rebelde que denuncia y participa, o el juego, el sarcasmo y la ironía que atrapan por el pelo a la conciencia y sus tantas cobardías. Porque hay voces que se atreven y otra cosa no esperan de sí mismas, y aun si desfallecen así se buscan y se piensan: “Si mi voz fuese nube, ira o silencio/ crecido con el llanto y el amor;/ si fuese luz, o solamente ave/ con las alas cargadas de tristeza;/ si el silencio viniese, si la muerte…// ¿Adónde ir con ella, iluminada/ con fuego de gemidos y caricias/ y gérmenes de mustias esperanzas?// Y una voz humana:/ –Donde no existan lágrimas de odio,/ ni pantanos con rosas y claveles.// Mi voz es la saliva del olvido,/ como pez en un agua de naufragio.” (“Primer canto del abandono”, Efraín Huerta.)
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