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La tumba de John Keats
Marco Antonio Campos
a Piera Mattei
Es el diciembre frío, pero los breves días –la luz se va a las cinco de la tarde– son en su mayoría de sol. No recuerdo, trato de recordar si fue en el otoño de 1972 o en el invierno de 1975, cuando al sentarme al pie de escalinata de Trinità dei Monti vi a la izquierda la placa en el muro de la casa contigua donde está grabado que allí murió John Keats el 24 de febrero de 1821. Al morir Keats tenía veinticinco años; había nacido el 31 de octubre de 1795. A la verdad el día y la hora exactas de su muerte, desahuciado por la tuberculosis –como murieron su madre (Frances) y sus dos hermanos (Tom y George)–, fueron las 11 de la noche del 23 de febrero. Desde meses atrás sentía que vivía una “existencia póstuma”. En esa casa de Via di Spagna 26, en el segundo piso, en cuartos contiguos, moró, junto al pintor John Severn, los últimos cuatro meses de vida. “Puede decirse que su vida adquiere significado por aquellos meses que le dedicó”, escribió sobre Severn la poeta y ensayista Piera Mattei en su bello libro I poeti e la città (Il Bisonte, Firenze, 2009). Como todo mundo sabe, ahora hay una pequeña casa-museo, muy bien aprovechada, donde se hallan objetos de singular valía. Pero lo más dolorosamente conmovedor es el escueto cuarto de Keats, con sus ventanas que dan, una, a Piazza di Spagna, y otra, a la escalinata de Trinità dei Monti, el cual contiene, entre otras cosas, la máscara mortuoria, el bosquejo de su rostro dibujado en la extrema agonía por John Severn, y una cama de 1820, buscando que se produzca un símil con aquella donde murió.
Llego al cementerio no católico, también llamado cementerio de los ingleses. Es 5 de diciembre. El cielo está gris y hay un frío penetrante. El cementerio está dividido en dos. Sobre todo del lado más antiguo, donde Keats está enterrado, parece menos un cementerio que una bella obra de jardinería. Luego de entrar, camino a la izquierda por la orilla, paso a la parte antigua, y en el ángulo, al fondo, se halla la tumba, melancólicamente aislada, donde yacen John Keats, John Severn y el hijo de Severn, que murió al año de nacido, en 1937. Severn, quien amó Italia, y donde vivió mucho, falleció en 1879.
En la lápida vertical se lee en inglés: “Esta Sepultura/ contiene todo lo que fue Mortal/ de un/ Joven Poeta Inglés/ Quien/ en su Lecho de Muerte,/ ante el Malicioso Poder de sus Enemigos,/ Deseó estas palabras/ para ser enterrado en su tumba: AQUÍ YACE UNO/ CUYO NOMBRE FUE ESCRITO EN AGUA.” Fuera de lo que está escrito en mayúsculas, que lo pidió Keats a Severn como epitafio poco antes de morir, lo otro fue añadido por su amigo íntimo Charles Brown. No creo que le hubiera gustado a Keats. Como ha dicho la mayoría de la crítica inglesa moderna, la crítica a Keats fue más amistosa que negativa y él mismo se recuperó pronto de las reprobaciones despreciativamente burlescas a su segundo libro (Endymion) por los zoilos de la época. Arriba de la lápida vertical hay en bajo relieve una lira. Abajo se ve repetida la fecha con el día equivocado: Feb. 24 1821. Si no es el día de la muerte tampoco el del sepelio; se le enterró el 26. En el cuadrado y en torno de la triple tumba hay un arbolito con hojas marchitas, una diversidad de plantas y crecen las flores encendidamente rojas del ciclamino. A la tumba la flanquean, como dos gigantescas columnas, dos pinos rodenos o marítimos. Me parece en mi imaginación que quisieran resaltar la máxima altura de Keats como poeta y decirle musicalmente que los pájaros no han partido. Es una emoción estar frente a la tumba, pero una emoción hermosamente triste. Recuerdo su “Oda a la melancolía”, y me digo que el trigo de oro se cortó mucho antes de la gran cosecha.
John Keats en 1819, pintado por su amigo Joseph Severn / quickiwiki.com |
Esa primera vez que fui al cementerio, frente a la tumba de Keats, leí el bellísimo Adonais que Shelley le escribió inmediatamente después de su fallecimiento, y el cual, como se ha dicho, es más un alto encomio al poeta que al amigo con el que hubo algún roce. ¿Cómo no recordar versos inolvidables en un poema que está henchido de instantes de gran belleza?: “Yace el lirio roto y la tormenta pasa”, o el célebre: “¡Ángel caído de un edén en ruinas!”, o estos, que arrebatan el hálito y ahondan en el alma: “¡Y el Amor a la Pena le enseñaba/ a caer de su lengua como música!” Adonais hace inseparables a Shelley y a Keats y cuando se ha estudiado la poesía de Keats suele citársele, pero ningún ensayo y ninguna crítica ha alcanzado ni alcanzará las notas emotivas que hay a lo largo de los XLV fragmentos del poema. Quizá no esté de más subrayar que cuando Shelley se ahogó en el mar, cerca de Livorno, traía en el bolsillo el Lamia de Keats.
Paso por la tumba de Shelley y salgo luego del cementerio.
A diferencia de Shelley, Keats era bajo de estatura. Medía 1.60. Apasionado de carácter, en él se extremaban las emociones: tristezas, dolores, alegrías, afectos, aversiones… La felicidad, a la que por su temperamento estaba destinado, salvo breves y repentinos fuegos, el destino se la negó. Sabía ser amigo de sus amigos y fue muy apegado a sus hermanos (George, Tom, Fanny). Entre algunos de sus fieles, o aun diría devotos amigos, se contaron Charles Clowden Clark, quien lo guió en sus primeras lecturas; el poeta Leigh Hunt, muy amigo también de Shelley, quien lo publicó por primera vez en la revista The Examiner; el escritor Charles Wentworth Brown, tal vez el amigo más íntimo, con quien hizo en los meses del verano de 1818 una formidable caminata por el norte de Inglaterra y por quien o con quien conoció a Fanny Brawne; el editor John Taylor, quien desde que leyó su primer libro creyó en su gran talento, y el pintor John Severn, que de buen conocido se volvió un fiel amigo y lo acompañó desde su salida de Londres en septiembre de 1820 hasta el día de su fallecimiento y de su entierro en la ciudad de Roma. Quizá los poetas que Keats más veneró fueron, por un lado, la tríada inglesa (Shakespeare, Milton y Wordsworth), y de los extranjeros, el florentino Dante, cuyo Infierno fue un texto de cabecera, o al menos, de continua lectura. Departió varias veces con su admirado Wordsworth, pero lo juzgó como persona “egocéntrico, arrogante y gazmoño”, estuvo alguna vez con Coleridge, adicto a monólogos inteligentísimos, y trató brevemente a los ensayistas Charles Lamb (quien escribió sobre él) y William Hazlitt, quien lo influyó en sus ideas estéticas. Como sus grandes compañeros de la segunda generación romántica, Byron y Shelley, tuvo un apego íntimo y creciente por la naturaleza, estudió con fervor la mitología griega, creyó vivamente en el lenguaje del sentimiento y en “la autenticidad de la imaginación” y buscó igualar vida y poesía en rigor e ímpetu, y si no al grado de Byron y Shelley, fue políticamente un liberal. Desde muy temprano en su adolescencia fue un ávido lector. “Más que leer devoraba”, decía su amigo Charles Clowden Clarke. Creyó en la gloria, pero intuyó que sólo llegaría póstumamente.
Vivió casi siempre con limitaciones económicas. Mientras tuvo buena salud, fue un denodado caminante. No deja de asombrar que a mediados de 1918 emprendiera con su amigo Charles Brown un viaje a pie hasta Escocia y llegara a caminar hasta 30 kilómetros al día y que meses después le sobreviniera la primera hemorragia que anunciaba dramáticamente la tuberculosis y los desoladores años finales.
Ya enfermo, en 1919, a sus veintitrés años, escribe en dos meses, entre marzo y mayo, las inolvidables odas que se repiten desde entonces –se repetirán– en los años y en los siglos (“Oda al ruiseñor”, “Oda a una urna griega” y “Oda a la melancolía”), y a lo largo de ese 1819, piezas que han quedado en lo mejor de la tradición romántica como “The Eve of St. Agnes”, donde se ha visto una alusión a su amor por Fanny Brawne, “La Belle Dame San Merci”, y el inconcluso “Hyperion”. Pero no hay casi historiador o crítico de poesía y literatura inglesas que no resalte con admiración su correspondencia. Sus cartas –escribe Ifor Evans (A short History of English Literature, IV, 90)– “no son sólo un brillante compendio de sus opiniones críticas, sino muestran su atormentado amor por Fanny Brawne, su viva aptitud para la amistad y la tragedia de su viaje a Italia en un vano esfuerzo por recobrar la salud”.
Regreso días después al cementerio y me dirijo de nuevo a la tumba. El día es soleado y frío. De manera regular la gente pasa y pasea. Permanezco largo rato sentado sobre el césped. Empiezo a leer la “Oda a una urna griega”. Unos versos me detienen, en los que habla al enamorado sobre la joven que ya nunca será suya, y me doy por creer que tal vez pensaba en Fanny Brawne. Y continúa diciéndole que no se aflija porque la amada no marchitará nunca: “¡Para siempre la amarás, y bella será siempre ella!” Leo luego la “Oda a un ruiseñor”, la cual se ha visto en su poesía como la premonición o el primer anuncio de su muerte. El poeta se dirige a la melodiosa ave (utilizo la bella traducción de Juan González-Blanco Luaces): “A lo lejos perderme, disiparme, olvidar/ lo que entre las ramas no supiste nunca:/ la fatiga, la fiebre y el enojo de donde,/ uno a otro, los hombres, en su gemir, se escuchan,/ y sacude el temblor postreras canas tristes.” Y Keats termina la oda hermosa, misteriosamente: “¿Fue visión o un sueño?/ Huyó esa música. ¿Duermo o estoy despierto?”
Me gustaría cerrar con unas líneas que J.B. Priestley dedica al poeta en su extraordinario libro, un libro ya clásico (Literatura y el hombre occidental): “No hay figura más atractiva en todos los anales y crónicas de esta Edad Romántica que la del joven, inmortalmente joven, John Keats.”
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