Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Antonio Gramsci:
la cultura y
los intelectuales
Arnaldo Córdova
Reformas neoliberales: las razones sin sentido
Sergio Gómez Montero
La tumba de John Keats
Marco Antonio Campos
La Ley del libro
José María Espinasa
Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Breves del metro
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La Otra Escena
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Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
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Felipe Garrido
Miserables
La casa había ido quedando vacía. Los muebles, las cortinas, las lámparas se habían ido, y fueron llegando ecos que antes no había. El miércoles mismo habían entrado –bien sabía quién– y se habían llevado la luna grande. Y no era la única, qué va. Rita entró también, y los cuates, cada uno por su lado. Bien sabía, pero disimulaba. No iba a dejar que vieran lo que estaba haciendo, que se dieran cuenta. Buen susto iba a darles. Y no se trataba de eso. Los quería. Simplemente, le causaban gracia. Que fueran tan impacientes, tan apresurados, tan codiciosos. Y que lo hicieran a escondidas unos de otros, como si ellos no supieran. Siguió envolviendo en periódicos la vajilla. Metiéndola en la caja. Si se la iban a llevar, que fuera completa. Extendió el pliego de papel para acomodar... Entonces la vio y, por primera vez, se tuvo lástima. Miserables, pensó. Cómo así, tan chiquita, tan escondida, tan pinchurrienta la esquelita que le habían puesto. |