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Por gracia de los dioses
Descompone las líneas del rostro, las contrae y multiplica; dilata las mejillas y tensa los labios en un impulso que lanza la cabeza hacia atrás y luego hacia adelante y pega la barbilla al pecho. Levanta el arco de las cejas y cala en las arrugas de la frente, desordena el cabello, crispa los dedos de las manos, sacude los hombros y encoge las orejas, cierra los ojos con firmeza o con la misma fuerza los abre desmedidos, vidriosos de un reflejo a la vez transparente y misterioso. Su estallido, que es el otro lado de un acorde, de una intuición radical o un cabal entendimiento, es incontenible, troza en bocanadas el aliento y dispersa las palabras en un grito o balbuceo que choca con los dientes y la lengua. Por la boca pone en evidencia todo el esqueleto y en un relámpago de músculos y nervios deja al alma a la intemperie y muestra las costuras delicadas que la unen a los huesos. Sus líneas en el rostro pasan por los rasgos del miedo, el terror incluso, la ira acaso, el susto banal o el profundo asombro, el llanto o el espasmo inexorable y total de un estornudo, pero su mueca y su tumulto vienen de otra parte, celebran el centro de una paradoja, de una idea absurda, fina o tosca, brillante y seductora precisamente por ambigua o por grotesca, o imposible y al mismo tiempo soberana y oronda en su simpleza. Por esos derroteros concentra la conciencia en lo nimio que en el fondo nos excede, en lo cotidiano mortal que nos define, y la lleva al umbral en que se enlazan las fibras del juego y lo sagrado, para que salte ahí si puede la cuerda oscilante del destino. La andanada de jadeos graves, agudos y quebrados, musicales o estridentes que libera, nos vierte entonces en una breve y plena desnudez de niños que retozan, llenos de sí mismos, por un instante sin fisuras de sentido, atributo exclusivo de los dioses. “Por la risa el mundo vuelve a ser un lugar de juego, un recinto sagrado y no de trabajo. El nihilismo de la risa sirve a los dioses. Su función no es distinta a la del sacrificio: restablecer la divinidad de la naturaleza, su inhumanidad radical” dice Octavio Paz (“Risa y penitencia”). Y por gracia de los dioses, que es contagio, el estruendo de la risa desborda al pensamiento, le quita veleidades sin romperlo y nos redime. Pero no la risa embozada, la mórbida entre dientes, sino la fresca y abierta que se cierra en el abrazo; no la complacida en el poder, el dolo y la violencia, sino la risa que pulsa los hilos del espíritu, las plantas de sus pies dormidos y descalzos; no la ciega del delirio atrapada en su espiral de fuego en un horizonte congelado, ni la risa de la muerte sitiada en el silencio, despojada del azúcar de sus ritos, sino la risa inicial del arpa en las costillas, por todo, por nada y porque sí la vida, la que calla con su voz los ruidos del hambre y el vacío: “Alondra de mi casa,/ ríete mucho./ Es tu risa en tus ojos/ la luz del mundo./ Ríete tanto/ que mi alma al oírte/ bata el espacio.// Tu risa me hace libre,/ soledades me quita,/ cárcel me arranca./ Boca que vuela,/ corazón que en tus labios/ relampaguea.” (“Nanas de la cebolla”, Miguel Hernández.)
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