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Una runfla de Santa Annas
La nación se improvisa y las instituciones siguen el camino de
la suerte, el capricho, las necesidades del desarrollo capitalista
Carlos Monsiváis, Las herencias ocultas
Mientras el grueso de la población se debate entre ignorancia, enajenación y supervivencia, las altas esferas del poder en México siempre han sido origen de arteras traiciones a la patria. La Historia es compendio de asonadas, asesinatos, intrigas y esquinazos: corrupción que da cobijo a una avaricia desmedida y que siempre ha tenido detrás, halando riendas, a quienes saben encauzarlas para servir a fines propios que hoy se llaman “intereses”; otros países cuyas fauces siempre han salivado por nuestra riqueza o nuestro territorio, como España, los Estados Unidos y Francia, Inglaterra o Canadá, desde los olvidables tiempos de la colonia hasta el olvidable y vergonzoso presente; siempre hemos tenido entre nosotros testaferros, disfrazados o descarados, de esa otredad amenazante y ávida. Quizá el exotérico representante por antonomasia de esa fauna sea, por sus extravagancias, el que Carlos Monsiváis señaló, aunque quién sabe si de pronto pensando también en Carlos Salinas de Gortari, como “El modelo inmejorable del oportunismo y la traición, el experto en resurrecciones…”: Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón, Su Alteza Serenísima, el Quince Uñas.
De veinte uñas sobran pillos casi ciento cincuenta años después. Ahí tenemos enquistados politicastros que en lugar de dedicar vida y obra a la defensa de los mexicanos prefieren el porcentaje de comisión, el prestigio extranjero de utilería y conveniencia, la beca en Harvard o la medallita por los servicios prestados al extranjero: a la par que han empeñado esfuerzos en debilitar industrias nacionales estratégicas –allí los ferrocarriles o los astilleros, por lastimero ejemplo– llevan años tratando de convencer a la gente de las bondades de las privatizaciones, de que es válido ese postulado absurdo –probado el yerro por la realidad hasta la náusea– de que del éxito económico y social de la empresa privada, sin importar su denominación de origen en el mundo global de hoy, brota la derrama de beneficios sociales que la economía de mercado, el capitalismo brutal y especulador que a todo pone precio, obsequia a la sociedad en progresión piramidal. Sí, chucha. Patraña perogrullesca porque todos vemos que la doctrina del capital ensancha abismos en distribución de riqueza y engorda ricachones mientras sigue estrangulando a la clase media, condenándola perentoriamente a habitar en umbrales de esa pobreza que sigue creciendo exponencialmente. Ahí tenemos incrustados empresarios que solamente ven para sus fueros, importándoles un redoblado pepino que se llevan al país entero entre las pezuñas con cada reiterada exhibición de protervia y rapacidad. Son los que además de que sus emporios no pagan impuestos como pagamos los demás –por sus fueros, porque son cómplices de toda una serie de crímenes de hecho y omisión contra la sociedad que los cobija, los engolfa, los ceba y además les da tratamiento de admiración, síndrome característico de los hijos de Malinalli Tenépatl– operan ya como beneficiarios de ese sistema zafio, ya como sus activos propagandistas. Las televisoras privadas que controlan la televisión abierta en México son claro ejemplo: hasta en piezas de presunto entretenimiento –imbécil, huero, banal pero entretenimiento al fin– como las telenovelas, está presente el discursillo privatizador: los dueños de las televisoras, además de la garra con la que controlan el monopolio de las telecomunicaciones, quieren su parte del múltiple y feraz negociazo privado de los energéticos que supondría la intervención empresarial en organismos geoestratégicos como pemex y la CFE.
Una cáfila de daifas del mercado y las presidencias de consejos administrativos, desde el maximato de facto del reelecto Salinas e interpósita gestoría de peña Nieto hasta potentados como Slim y Azcárraga o sus personeros, como Claudio X. González o Emilio Lozoya, es la que pretende regir los destinos del país, aparejarlos al anzuelo que tiran emporios petroleros, bancarios, televisivos y mercachifles que nunca van a privilegiar el bien común por encima de su natural vocación de lucro: nunca van a ver por la mejoría en la calidad de vida de la población en lugar de arrullar su pasión por el rédito.
Es responsabilidad nuestra, el resto prescindible a las élites, el grito, la oposición y la denuncia ante la rapiña. Es nuestro deber defender lo que debe ser de todos. Defendernos a nosotros mismos. Defender. Cerrar filas. Rechazar mezquinos embates. Y sabernos capaces. Y orgullosos.
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