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Juan Domingo Argüelles
La actualidad de López Velarde
Sabemos que Jorge Luis Borges, gran escritor pero también gran lector, tenía dos admiraciones fundamentales por la literatura mexicana: la de Juan Rulfo y la de Ramón López Velarde. De los demás escritores no tenía exactamente una opinión entusiasta, salvo por una parte de la obra de Arreola, y como con Alfonso Reyes lo unía una amistad intelectual (Borges le dedicó un poema muy hermoso), su opinión sobre Reyes siempre fue un tanto cuanto diplomática.
Pero si un poeta mexicano le parecía único, es decir impar, éste era el autor de "La suave patria." En su dilatado diario (intitulado Borges), Adolfo Bioy Casares, otro entusiasta lopezvelardeano, escribe, en diciembre de 1957: “El momento en que conocí “La suave patria” fue uno de los de mayor exultación literaria de mi vida. Estábamos en mi casa, en Avenida Quintana, y vos recitaste [le dice a Borges] las estrofas del paraíso de compotas y de quiero raptarte en la cuaresma opaca. Me pareció un poema tan variado que tardé en advertir que todos los versos eran endecasílabos.”
Refiere Bioy que Borges le comentó que el destino le reservaba a López Velarde la suerte de poder reunir mágicamente en “La suave patria” los elementos que juntó a lo largo de su obra. Combinaciones como “recientes recentales” y “el amor amoroso de las parejas pares” lo sedujeron siempre.
Otro poema que los deslumbraba a ambos (y que también se sabían de memoria) es “El retorno maléfico” del cual Borges siempre acababa elogiando el verso final: “Y una íntima tristeza reaccionaria.” Opinaba que era maravilloso: lo mismo como endecasílabo (con su perfecta sinalefa) que como imagen conceptual.
Al igual que López Velarde les hablaba a Borges y a Bioy, también les sigue hablando hoy a muchos poetas y a muchos lectores con la voz de la seducción. Su mayor virtud es haber reinventado la magia del idioma, mediante un proceso de retornar a la infancia y a la auténtica pureza infantil para ver el mundo por vez primera. Esa adjetivación sorprendente no es otra que la de un idioma que se está descubriendo y reinventando una y otra vez. Hizo que las palabras cotidianas sonaran como inéditas por lo mismo que parecían insólitas.
Así como Rulfo, en la prosa, creó todo un idioma gracias a su refinado oído siempre atento a escuchar la voz viva y popular de México, de este mismo modo, en la poesía, López Velarde nos entregó una magia sutil que sigue sorprendiéndonos y seduciéndonos. Las de Rulfo y López Velarde son las creaciones verbales más portentosamente mexicanas (y, por tanto, universales) que continúan vivas y actuantes sin importar las décadas que pasan sobre ellas. La originalidad de ambas obras las mantiene a flote por encima de modas.
Hoy sabemos, por ejemplo, que Amado Nervo, como bien lo demostró Gabriel Zaid, escribió un verso perfectamente olvidable (“unos ojos verdes, color de sulfato de cobre”) que Ramón López Velarde transformó en el imperecedero alejandrino “Ojos inusitados de sulfato de cobre”. En Nervo el verso es solo descriptivo, con un andar a trompicones; en cambio, en López Velarde, es un descubrimiento, un hallazgo deslumbrante, semejante a una ráfaga de aire fresco. Como moderno alquimista, transformó el cobre en oro.
López Velarde es un poeta que atrae, que seduce, que todo el tiempo nos está llamando a leerlo y a releerlo, a reinterpretarlo, a comprenderlo y cuestionarlo. Su obra es una obra viva porque mantiene las formas del enigma, el secreto, el misterio de lo que no es posible reducir a la muy pobre y gris descripción nerviana.
El autor de “La suave patria” sigue siendo un misterio en muchos sentidos. Su obra se estudia hasta la saciedad, su vida se explora minuciosamente para llegar a la conclusión de que, por ejemplo, no conoció el mar. Son célebres sus versos: “Fuensanta:/ ¿tú conoces el mar?/ Dicen que es menos grande y menos hondo/ que el pesar.” De haberlo conocido, ¡qué maravillas hubiera podido escribir!
Lo más importante que tenemos de él, su poesía, la escribió un autor que hoy tendríamos que llamar joven (nuestro joven abuelo), pues cuando Ramón López Velarde murió, a la edad de treinta y tres años, en 1921, había publicado ya La sangre devota (tenía veintisiete) y Zozobra (tenía treinta y uno), y digámoslo así: estaba en edad de merecer un estímulo del Fonca en la categoría de Jóvenes Creadores. Ni más ni menos.
A 125 años de su nacimiento, López Velarde continúa actuante: no hay un solo poeta culto que no esté marcado por su influencia. Y no hay nadie que lo haya leído sin sentir, sin darse cuenta de que el mundo se transforma gracias al idioma.
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