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Guadalajara XXVIII (III Y ÚLTIMA)
Salvo que la cuestión sea remitida a ejemplos tan crasos que no dejen duda, en realidad jamás ha sido clara y tajante, sino ambigua y movediza, la división que Mediomundo asegura ver entre esos dos territorios conocidos como “cine de arte”, o quizá mejor dicho “cine culto”, y “cine comercial”. Al respecto, no faltan ejemplos de confusión, superposición o ambivalencia entre uno y otro, tanto en el cine mundial como en el nacional.
Derivado de lo anterior, y aun a riesgo de simplificar demasiado los términos, sólo grosso modo cabe definir qué tipo de película es festivalera y qué otro tipo es palomitera. En los hechos, es el comité de selección de cada festival cinematográfico el que decide –para ese certamen, para esa edición y nada más– cuál es cuál, con independencia de cualesquier otra opinión y postura.
Así pues, en cuanto a la sección oficial de largometraje de ficción iberoamericano en competencia del FICG 28, a quienes decidieron qué películas formaban parte de la misma les pareció que México quedaría bien representado con tres producciones: Tercera llamada (2012), de Francisco Franco; Besos de azúcar (2013), de Carlos Cuarón, y The Boy Who Smells Like Fish (2012), de Analeine Cal y Mayor. Inclúyese aquí esta última pues, aun tratándose de una coproducción con Canadá, no siendo este último parte de Iberoamérica, se asume como producción mexicana. Por eso mismo no va en esta lista la coproducción Tanta agua –Uruguay/México/Holanda–, por ser el primero de esos países quien define la nacionalidad del filme.
The Boy Who Smells… |
De arriba pabajo
Premiada hasta en tres ocasiones, Tercera llamada es quizá el ejemplo reciente más claro respecto de lo que se dijo al principio de estas líneas; por esa misma razón puede convertirse en un fracaso de taquilla, si por azar sus productores están pensando en las decenas y decenas de copias para su estreno comercial. Es decir que habiendo obtenido el Premio del Público; siendo el suyo un tono ligero, algo híbrido entre un cuasi drama y una comedia de alcances más bien discretos –carcajadas, ni una; risas francas, pocas; sonrisas de simpatía, las más–; versando su trama en torno a los vericuetos de la vida de los teatreros y, por consiguiente, dejando fuera del chiste y el guiño a casi la totalidad de un público tampoco suficientemente identificado con un elenco al que, salvo excepciones, conoce poco y mal… poseyendo, en resumen, elementos que le permiten tener un pie en festivales y otro –al menos potencial– en cartelera, esta Tercera llamada tiene delante de sí un futuro algo incierto.
Dos palabras se disputan el sitio de privilegio para definir, sintéticamente, lo que ocurre con Besos de azúcar: “malograda” y “fallida”. Empero, bien pueden cohabitar sin estorbarse si se recuerda que “malograr” significa “perder o desaprovechar algo” y “fallo” quiere decir, entre otras cosas, “fracaso en la ejecución”, así como “falta, deficiencia”. Coproductor, coguionista y director del que viene siendo su segundo largo de ficción –el primero es Rudo y cursi (2009)–, Carlos Cuarón yerra a la hora de contar un cuento más que contado –el de una pareja heterosexual, joven, que ve cómo todos a su alrededor se oponen a la realización de su amor–, pues lo hace apostándolo todo o, mejor dicho, forzándolo todo, para acceder a un final trágico que pareciera ser lo único claro después de una serie de inverosimilitudes y giros injustificados. Asimismo, desaprovechó la oportunidad de practicar la mesura o la modestia cuando tuvo a bien sostener que algunos de sus modelos creativos, según él evidentes en el filme, son Butch Cassidy & the Sundance Kid (George Roy Hill, 1969) y Les 400 Coupes (Françoise Truffaut, 1959) y que si Losdemás no se da cuenta, es porque no sabe de cine.
La pifia al traducir el título es lo de menos: The Boy Who Smells Like Fish no sería “El chico que huele a pez” sino a pescado, siempre que quiera traerse correctamente al habla mexicana, para decir con precisión que el tal chico más bien apesta y que la trama gira en torno a su hediondez. Y es lo de menos porque, para decirlo con arreglo a la idiosincrasia que la cinta exhibe, más apestan el guión con su simplonería predecible de boy-meets-girl e inevitable happy end; los diversos maniqueísmos formales, el aséptico falso mundo bonito melting pot del chico sajón y la chica latina… Hablando de ejemplos crasos en cuanto a filmes festivaleros o no: ¿qué hace, en un certamen que se quiere prestigioso o prestigiador, una cosa como ésta o, hace un año, aquella otra llamada Mariachi gringo (Tom Gustafson, 2011)?
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