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Descolonizar la literatura colonial
Ilustración de Irene Lasivita |
Rodolfo Alonso
Cuando un libro decididamente académico, en el mejor sentido, dio lugar en poco tiempo y en nuestras circunstancias nada menos que a una reedición, no sólo está demostrando su evidente validez en los medios específicos, sino también, es de suponer, un llamativo interés en círculos acaso más vastos. Porque el coloquio La producción cultural en las colonias del Nuevo Mundo, organizado en 1994 por el Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán (Argentina), merced a un exigente trabajo de coordinación y compilación de la destacada especialista Carmen Perilli, dio lugar, el año siguiente, bajo el título de Las colonias del Nuevo Mundo, a una primera edición de la misma casa de estudios, que luego nos ofreció una segunda, con la única pero significativa modificación del subtítulo: donde antes decía Sociedad y cultura puede leerse ahora Discursos imperiales. Y es que, como suele ocurrir, la necesidad (después de todo científica) de alcanzar precisión en los conceptos no puede dejar de exigir asimismo claridad y hasta sutileza en los términos.
Durante demasiado tiempo Hispanoamérica mantuvo una visión de la literatura colonial que, o la dejaba de lado como historia de España o la consideraba apenas mero antecedente para legitimar la independencia de los Estados nacionales. Pero ha llegado la hora “de comenzar a descolonizar los estudios literarios coloniales”, como bien dice Silvia Tieffemberg. Y es desde las nuevas perspectivas intelectuales y metodológicas que la compiladora relaciona acertadamente con las conmemoraciones –y conmociones– ocurridas en 1992 alrededor del Quinto Centenario, que comienzan a ser percibidas, en el entramado más profundo de esos textos nacidos en la aparentemente inconmovible modorra colonial, como tensiones y hasta crispaciones que tienen que ver sin duda con nuestra más viva identidad.
Sobre un espacio que sin ingenuidad alguna se quiso imaginar como desierto, pero en realidad poblado por culturas de índole predominantemente oral (¿cómo olvidar aquella imperdonable pira de miles de venerables códices mayas perpetrada por dos frailes de triste memoria?), igual que muchos otros imperios, la España entonces monárquica y absolutista –que también padecía por supuesto la propia España– vino a complementar el saqueo a sangre y fuego de las riquezas, y la supresión de los diferentes con el imperio de la palabra escrita (esa “violencia de la letra” a que alude María Jesús Benites), vehículo de un rígido sistema de pautas culturales que no pretendían sino justificar consciente o inconscientemente lo anterior (“Se fundaba sobre la nada. Sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una sociedad que se aniquilaba, sobre una cultura que se daba por inexistente”, razona lúcidamente José Luis Romero). Que esa imposición cultural, en gran medida desdichadamente exitosa, ya que en muchos de nuestros países casi ha desaparecido la riqueza cultural del universo aborigen, no haya sido posible sin tensiones, es lo que recién viene a vislumbrarse en textos producidos durante ese período.
Todo mestizaje no consentido es fruto ineludible de una violación, así sea obtenida incluso con seducción o dulzura. Si el aborigen queda mudo, cuando no muerto, ante la irrupción de la dominante cultura escrita, también al que es criollo –y por lo tanto mestizo– de sangre y lleva en sus propias venas el conflicto le resulta lógicamente difícil atravesar con serena mansedumbre su ardua situación. Pero, si no tan dramática, no menos compleja es la situación en los estadios supuestamente superiores, donde americanos de estirpe nítidamente española y hasta los mismos españoles colocados en un contexto geográfico diferente, y tan lejano no sólo en el espacio de la metrópoli a la cual se sienten ligados (“esa sociedad los rechaza por distantes y distintos”, afirmó Jaime Concha), dejan traslucir en lo que escriben su desamparo, su extrañamiento y hasta su desconcierto. Y llegó a manifestarse desde aquí incluso contra “el desdén español”, es decir, el desconocimiento, la falta de interés y aun la desidia de la metrópoli (hasta Lope de Vega en 1599 “las hazañas de la Conquista no tuvieron cabida en los textos españoles de imaginación”, dicen Martínez-Rotker).
Que tal bagaje de tensiones y conflictos, manifiestos o latentes, resulte sin duda el yacimiento sobre el cual tantea nuestra trabajosa identidad –y con secuelas no resueltas que mucho me temo están vigentes–, explica el apasionado interés con que nos conmueven estas páginas. Sería justo resaltar a todos los autores que, en mayor o menor medida, contribuyen al logro del conjunto. Pero no menos injusto sería obviar que el trabajo de Susana Rotker (luego trágicamente fallecida) y su esposo Tomás Eloy Martínez, sobre la Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, de Oviedo y Baños, ocupa un lugar central, no sólo por su tamaño, sino por lo amplio y profundo de sus alcances, así como que la presencia de dos reconocidas figuras como Susana Zanetti y Emilio Carilla realza el nivel general de los otros investigadores, entre los cuales cabe señalar a la eficaz compiladora, Carmen Perilli, cuya atinada indagación sobre conciencia criolla y ciudad letrada en relación con la apasionante personalidad del mestizo peruano Espinosa Medrano el Lunarejo, brinda acabado testimonio de esa “pertenencia conflictiva” a que no podía dejar de dar lugar no sólo la evidencia de que “la Lengua, la Cultura y la Religión son los tres instrumentos más sutiles y eficaces de la colonización”, sino también la todavía hoy dolorosa convicción de que “la Corona ha impuesto una máscara de paz sobre la más violenta explotación”.
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