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Hoy como ayer
Hay días históricos. El primero de
diciembre fue un día prehistórico
–Barquito de papel—
Damas y caballeros de la audiencia; señoras y señores de la Gran Familia Mexicana, bienvenidos sean todos ustedes a la renovada farsa sexenal, el borrón y cuenta vieja, la comedia rediviva del sexenio que vuelve a empezar, como la mítica serpiente Orouboros, mordiéndose la cola: todo hizo como que cambiaba para que todo siguiera igual. Las castas, como antaño, mejor trazadas que nunca: los súper ricos siguen ricos, cada día más ricos. La clase media que ya menguaba engrosó las filas populares. Buena parte de las clases populares se fueron, sin admitirlo porque pobres pero dignos, dicen, a la pobreza, y los muchos pobres que había empobrecieron más, mudaron al territorio de la miseria y allí se multiplicaron en un silencio que mucho tiene de anonimia colectiva. Esa anonimia que muy cómoda resulta para los ricos súper ricos, que así no tienen remordimientos de conciencia delante de miserables invisibles e inaudibles, los unos en sus barrios tranquilos con árboles y policías, en sus centros comerciales con mueblerías que venden sillones de madera de sesenta mil pesos, joyerías que ostentan en sus mostradores de cristal perfectamente iluminados el equivalente al sustento de miles, decenas de miles de familias como, por ejemplo, la de la señora que limpia con un trapito esos cristales, esos pisos, esos ventanales de aparador, y los otros allá en sus extrarradios, en sus barrios improvisados sin drenaje, en sus nidos multitudinarios de futuros sociópatas, víctimas y usufructuarios del cretinismo urbano y de la avaricia sin límite de los otros, los inalcanzables, los que al poseer un auto lujoso poseen también la calle, el semáforo, la esquina y al agente de tránsito.
Admiren ustedes el fenómeno perverso pero fascinante del salinismo sempervirente, los mismos de entonces pero que nunca se fueron, que no vuelven, sino que técnica y simplemente asoman cabeza. Y si no se trata de los viejos conocidos que magullaron la convivencia, la soberanía, la economía y la cultura mexicanas, se trata de sus benjamines, de sus bien plantados herederos catrines. Hijos, sobrinos, ahijados, porque el poder y su nobleza de engendro diabólico resultaron, miren ustedes, hereditarios. El nieto que es diputado. La hija que es subsecretaria. El ahijado que es ministro.
Asombraos, estimados radioescuchas y muy queridos televidentes, ante la irrupción de un futuro sin pasado, donde las muchas cojeras del régimen, sus deudas históricas, las heridas lacerantes que supuran por cientos de miles en las familias de los desaparecidos, los secuestrados, los torturados, los degollados, las violadas, las vendidas y compradas y vueltas a vender, los extorsionados, los demasiados muertos que nos han costado las guerras sucias y mal planeadas que nos dirán que no fueron guerras, de las que sólo quedará en el trémulo testimonio de víctimas y sobrevivientes, como con serena agudeza sentenció Mario Benedetti en un breve texto bellísimo y triste que tituló “Bolso de viajes cortos”, que también de estos menesteres de la represión, de “atardeceres sin ángelus pero con tableteo”, algo sabía: “ … una antología de la hojarasca que el viento de la costumbre no había conseguido borrar de la faz de la guerra”. Porque las cojeras del régimen, querido público, desaparecerán para que entre a cuadro el señor de la corbata y nos diga qué bien nos marchan las cosas, qué ardoroso, digamos juntos, el fervor de la gente ante sus idolillos de pasta policroma y sus santos de imaginación, qué emocionante, miren ustedes, el gol que horadó la portería, qué divertido, rían ustedes, el chiste mal contado, qué interesante, apreciemos todos, noticia sobre Nueva Guinea o Estados Unidos, qué sensual, dejémonos embaucar en la cultura de la cosificación banal, la presentación de la artista, del cantante, de cualquiera de las muchas tretas que tiene el monumental garlito que sufragan gobierno y televisoras para que riamos embobados aún en el instante en que otra vez nos entierran la faca en el costado y sigamos, como siempre, sin percatarnos siquiera de los siniestros motivos de su lamentable desempeño, creyéndonos felices. Feliz sexenio, México, de simulaciones, de controles policiacos y militares para arredrar, de educación encaminada a la maquila, al control colectivo del país del futuro que será, simplemente y apenas maquillado, igual que el de hoy. Desigual, atrasado, violento, surcado de anacronismos, de taras culturales y atávicos fanatismos religiosos y gobernado por rateros.
Pero peor.
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