Hugo Gutiérrez Vega
Un retrato de Efraín González Luna:
el final de un ideario (III DE VIII)
Un discurso parecido, tal vez porque se basa en la misma síntesis de neoplatonismo agustiniano y de aristotelismo neotomista, se encuentra en algunos trabajos de don Sturzo, el brillante fundador del pensamiento democristiano que llegó al poder en Italia de la mano de un notable político doctrinario, Alcide de Gasperi, y muchos años más tarde lo perdió por los malos manejos y la corrupción de un político supuestamente pragmático, el señor Andreotti.
González Luna, como intelectual católico defensor de la tolerancia que es indispensable para garantizar el funcionamiento de la convivencia social, se vio obligado, en muchas ocasiones, a enfrentar la furia de los fundamentalistas cegados por sus obsesiones. Practicaba el respeto a las libertades individuales y sabía que ejercer esas libertades conllevaba riesgos y responsabilidades. No era, como una buena parte de los moralistas católicos, un inquisidor frenético. Era demasiado elegante como para incurrir en los anatemas y condenaciones, y lo suficientemente maduro como para sostener la urgencia de evitar cualquier tipo de injerencia en las conciencias individuales.
Su noción de cultura muestra en algunos aspectos la influencia de Max Scheler, pues la concibe como el entorno histórico genético en el que se da la vida del hombre. Un párrafo magistral resume su idea amplia y democrática de la cultura. “En el concepto de cultura deberíamos incluir toda labor deliberada y todo resultado permanentemente obtenido.” De esta manera incluye en ese concepto todo lo que está marcado por el sello de la cultura: “la casa, el ínfimo instrumento de trabajo, la utilización de la piedra y el acceso a las técnicas primitivas del hierro”, hasta llegar a los más excelsos bienes del espíritu en los que brillan las artes y el pensamiento filosófico. Su reflexión desemboca, de manera impecablemente lógica, en un concepto que engloba la ampliación de los horizontes del espíritu humano que sólo puede lograrse si se dan los aspectos básicos del bienestar material. Con toda razón, León XIII advertía que “no se puede hablar a los obreros del cielo mientras tengan el estómago vacío”.
Uno de sus grandes amores fue Francia, y a través de su conocimiento se acercó a la historia europea y, en especial, al mundo medieval. Su traducción de La Anunciación a María, de Paul Claudel, supo plasmar la intensa aventura espiritual de los constructores de catedrales. Por otra parte, escritores como Rolland, Romains, Martin du Gard, Du Bos, Duhamel, Giono, Bernanos y Mauriac, formaron su contrastada biblioteca básica, mientras que Chesterton, Belloc, Baring y Graham Greene le entregaron las llaves del catolicismo británico que encontró en el cardenal Newman sus mejores peculiaridades dentro del dogma general. La historia, el derecho, la sociología y la ciencia política eran sus materiales principales, y amaba la música, la pintura y la arquitectura (su casa, construida por Luis Barragán, nuestro miglior fabbro en la materia, es un reflejo de la actitud espiritual de su dueño). Su círculo de amigos íntimos estaba formado, entre otros, por José Arriola Adame, el inteligentísimo autor de un bello estudio sobre Mozart, traductor de Du Bos y de Malegue, comentarista de las obras de Vitoria y Mariana; el elocuente orador sacro Ruiz Medrano y el diplomático, filósofo, ensayista y traductor de los grandes griegos y de Dante, Antonio Gómez Robledo.
Por otra parte, colaboró con Alfonso Gutiérrez Hermosillo y Agustín Yáñez en la redacción de la magnífica revista Bandera de Provincias, publicación de corta y brillante vida. En ella publicó un estudio sobre literatura mexicana y, en su número 9, tradujo un capítulo del Ulises, de James Joyce, autor conocido en esos tiempos por unas cuantas personas en nuestro país. Agustín Yáñez, el gran novelista de Al filo del agua, recibió la benéfica influencia joyceana, patente en su capítulo sobre los ejercicios espirituales que recuerda el Retrato del artista adolescente, gracias a las recomendaciones y comentarios de su maestro y amigo Efraín González Luna, a quien respetaba y admiraba profundamente al margen de los avatares de la política. Recuerdo una larga conversación que sobre don Efraín sostuve con Yáñez y Rafael F. Muñoz una tarde tranquila y memoriosa en la ciudad de Teherán.
(Continuará)
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