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La Cumbre Iberoamericana
Protesta migrante en la frontera de Tijuana.
Foto: Guillermo Arias |
y los muros
Juan Ramón Iborra
Desaires en la Cumbre
Arrinconados en las Cortes de Cádiz por el invasor francés, los políticos españoles sellaron hace dos siglos una elocuente Constitución liberal, tan popular que acuñó una expresión de euforia: “¡Viva la Pepa!” Era cuando en España había estadistas y se tenía algo que celebrar, aunque sufriéramos en carne propia la experiencia de ser territorio ocupado. Algo tenemos pues que agradecer a Napoleón. Pasados doscientos años, la ciudad recuerda aquella gesta legislativa y con tal motivo ha sido anfitriona de la XXII Cumbre Iberoamericana, celebrada en las costas que vieron partir a Colón, el navegante en barcos cargados de ambición, agallas y falta de piedad, hacia la ilusión de descubrir la gallina de los huevos de oro en un mundo nuevo. Con su neologismo a cuestas, los colonizadores buscaban la utopía de su propia reencarnación.
La Cuna de la Hispanidad sigue padeciendo oficialmente su patología de amnesia crónica en memoria histórica. La resuelve con terapias de choque, a sobredosis de clichés y de melaza. Recetas añejas que repiten hasta el eructo la música celestial del hermano americano, los Lazos Inquebrantables y ese órdago que engendró una atrevida definición: la Madre Patria. Así que en esos días de encuentros versallescos, entre discursos perifrásticos de empalagosa corrección política, se han olvidado reseñar algunas cosas. Una, la verdadera trascendencia, si es que la tuviere, de esa reunión de jefes de Estado con un rey cada vez más ajeno y lejano. Dos, la dimensión de las ausencias. El segundo rango del emisario cubano. La autoexclusión de Venezuela, cuyo compadreo con España nunca volvió a ser el mismo desde la cumbre de aquel célebre “¿¡Por qué no te callas!?”, un reproche que bajo su aparente campechanía iba cargado de furia patriarcal e imperativa soberbia. La ausencia de Cristina Fernández no tiene mayor secreto, enrocada en su cruzada populista que expulsó de Argentina a la compañía petrolera española Repsol. Al fin y al cabo los peronistas visionarios siempre se llevaron mejor con el franquismo. Y tres, el derroche de falta de estrategia geopolítica de España desde que pasó a ser joven democracia, al desperdiciar su lugar en el planeta.
Muro en Palestina, 2008 |
Esos manidos lazos verbales con Latinoamérica y con el norte de África podrían haberle supuesto, desde 1977, una verdadera situación de privilegio ante nuevas estrategias de economía global. Pero como nuevos ricos con urnas nuevas, elegimos ser cola de ratón de la vieja Europa que cabeza de león de los posibles progresos y alianzas entre antiguas colonias ahora emergentes.
La cumbre ocurre en la provincia que sufre el mayor porcentaje de parados del país, cerca del sesenta por ciento de su población. Muchos ciudadanos de a pie recibieron la cita con protestas y una concentración disuelta a golpes de porra. Cercanas al problema, las primeras damas asistieron con la reina Sofía a un espectáculo de doma de caballos jerezanos de alta escuela, mientras el rey Juan Carlos aparecía envejecido y escorado a babor por causa de su cadera y de su mala cabeza. Quiso ir sin muletas y se apoyaba en su jefe de gobierno y en su ministro de Exteriores, en una imagen que reflejaba todo el actual patetismo en que nos encontramos. Mientras los dirigentes se adormecían por el jet lag en las sesiones, el monarca dijo que España tiene con Latinoamérica “una relación renovada”. Más allá de eso, no hay constancia de que se tomaran decisiones importantes. Al menos no lo reflejaron los medios, aunque la televisión pública inflase a bombo y platillo esas jornadas. No se habló de los millones de emigrantes que malviven en esta segunda patria freudiana. No se habló de que al entrar en la página web del Ministerio de Asuntos Exteriores, hace tiempo que se encuentra una ventana que pone puente de plata a cuanto emigrante quiera regresar a su país. No se habló de que, en ese ciberespacio, los miles de cantos de sirenas del sexo muestran que noventa por ciento de las mujeres que ejercen la prostitución en España son inmigrantes, casi todas latinas. Fuera de guión y tras la clausura, el presidente de Ecuador tomó su avión y voló a Murcia y Barcelona. “No vine a turistear”, dijo, y se dio baños de multitudes con su comunidad a un año vista de su posible reelección. Alejado de los salones gaditanos, Rafael Correa criticó la ejecución masiva de desahucios. Los mismos bancos que el gobierno español trata de salvar en esta crisis, persiguen a 350 mil familias, emigrantes muchas de ellas. Este furor del desalojo a quien no paga su hipoteca ha provocado cuatro suicidios en las últimas semanas, ante la inminente llegada de jueces y policías al domicilio para echar a quien no paga.
Muros de agua
Así pues, esa hiperbólica cumbre no merece siquiera un artículo completo. Por ello y, como tributo al inútil acontecimiento, señalaré el hecho de que si Cádiz mira hacia su oeste atlántico americano, también se gira hacia el este mediterráneo del estrecho de Gibraltar, foco de otros importantes problemas migratorios. Contaré el éxodo de Ibrahim y Cheikh, aunque no existan. Se conocieron hace meses en las faldas del monte Gurugú, un peñón marroquí que roza los mil metros, a poca distancia del territorio español que es la ciudad de Melilla. Su cresta ofrece el panorama de todo el estrecho. Al fondo España, el litoral de Europa, la tierra prometida. Los dos musulmanes se encontraron en la penúltima etapa de su viaje. Negro como el tizón, ojos compasivos y grandes como lunas, Cheikh llegó desde una aldea interior de Somalia en un largo tránsito lleno de penalidades. Se proponía saltar, uniéndose a un grupo de clandestinos subsaharianos, la gran alambrada que rodea Melilla. Pero se encontró con Ibrahim, del color de la canela, mirada astuta y afilada barba de visir. Venía de un asentamiento bereber cercano a Marrakesch, ciudad del cuento oral en cuya plaza de Jamaa el Fna su madre le solía dejar de chaval junto a sus hermanos, para que se entretuvieran escuchando relatos, mientras ella trabajaba de criada en la mansión de un súbdito francés enriquecido por el mundo de la moda, amigo íntimo de Yves Saint Laurent.
Tijuana, Baja California, 2010 |
Cuando Ibrahim se hizo mayor, de tanto escuchar historias decidió vivirlas. En cafés que cercan la plaza, viendo por televisión partidos del Real Madrid, el Barcelona y el París-Saint Germain, descubrió los anuncios de un mundo mejor y se propuso salir de allí. Como Cheikh, su brújula iba en dirección de las vallas de Ceuta o de Melilla, donde un disparo podría enviarle al exilio eterno del cielo de Mahoma. En el monte rumió Ibrahim arriesgar el poco dinero con que sus padres pudieron contribuir a su hégira y lo invirtió en una plaza en patera, esa embarcación quebradiza en que los emigrantes cruzan el estrecho gracias a un entramado de rufianes: mafiosos, funcionarios, pescadores y policías corruptos de una y otra frontera. Cada pasajero paga entre seiscientos y mil 200 dólares, sean hombres, mujeres o niños.
En los campamentos madriguera que se esconden en la foresta del Gurugú, Ibrahim convenció a Chaikh. Iniciaban el cultivo de su amistad, fertilizada por su complicidad contra la desesperanza. En su orgullo por salir adelante. En su dignidad de pobres esforzados en dejar de serlo. Como eran francófonos, la meta de ambos los llevaba hasta Francia. España sólo representaba tierra hostil de paso donde sabían que no había nada que encontrar. Sumido en su grave crisis, el antiguo país de hidalgos, conquistadores, emigrantes y exiliados, ya no tenía sitio para ellos. Aquí había dejado de interesar mano de obra barata y sin papeles, sobre la que los sindicatos obreros poco quisieron saber en tiempos de vacas gordas y burbuja inmobiliaria, que fue el espejismo de nuestra economía. Hasta hace pocos años, el trabajador español rehuía curtir de callos sus manos en la construcción, arañarlas en la vendimia. Chaikh tenía un pariente en el barrio parisino de Barbès, dueño de una tienda con su escaparate adornado por una cortina de bananos maduros. Ibrahim contaba que su primo Mohamed logró plaza de basurero suplente y en meses alternos limpia de excrementos de perrillos falderos las aceras de los Campos Elíseos, conduciendo una motocicleta con aspirador. Así que España quedaba descartada. Sólo había que atravesarla, de Andalucía a los Pirineos.
En las noches del monte Gurugú, entre rocas y bajo plásticos que les protegían del destemple o de la lluvia, se hablaba sobre el muro de Melilla. Doce kilómetros de doble valla de alambre de seis metros de altura difícil de trepar, hacen a la ciudad inexpugnable. Les parecía un invento inusual y diabólico. Poco podían saber ellos que el siglo pasado existió en Berlín un muro llamado Telón de Acero. Que Israel ha levantado más de 720 kilómetros de cemento en sus fronteras con Cisjordania y que Egipto lo ha hecho con las de Gaza. Que los espaldas mojadas mexicanos sufren el Muro de la Tortilla en más de 3 mil 200 kilómetros, vigilado por cámaras, perros adiestrados y francotiradores que lo convierten en el más infranqueable del planeta. Que Arabia Saudí construye otro a lo largo de 9 mil kilómetros de sus fronteras con varios países, y que los islamitas radicales de Uzbekistán y Kirguistán se protegen de ese mismo modo contra el extranjero impuro. Que India y Pakistán, eternos enemigos íntimos, también tienen el suyo. Que Marruecos elevó en el sur uno contra sus hermanos saharauís. Que hasta Río de Janeiro quiere proteger sus Juegos Olímpicos de 2016 con el hormigón que ya comienza a rodear sus barrios de favelas. A lo largo de la historia los muros de la vergüenza han sido construidos por Estados poderosos para proteger sus privilegios, su riqueza, su dominación o su casta. Pero hay otros muros que no son de cemento.
En los últimos años, algunos asaltos a las vallas de Melilla y Ceuta acabaron con muertos. El monte Gurugú es saqueado a menudo por la policía marroquí, que apalea y expulsa de sus madrigueras a los desplazados, hurtándoles lo poco que entre su pobreza les encuentran. Ante el soplo de una redada, los dos amigos abandonaron su escondite la madrugada del pasado 25 de octubre. Sin saber que al adentrarse en la noche avanzaban hacia el último día de sus vidas, caminaron hasta llegar al puerto de Alhucemas. Ibrahim lo había acordado de antemano. Su humilde capital y un SMS le dio derecho a una plaza. Chaikh se había arruinado durante en su travesía, pero el barquero Mohamed Caronte aceptó el anillo dorado que brillaba en su mano oscura. La gema era un topacio sin tallar, el talismán de su abuelo jefe de la tribu, que éste pasó a su padre y, siguiendo la tradición familiar, lo ganó Chaikh al nacer su primer hijo.
La noche de aquel viernes era ingrata. Un fuerte viento presagiaba marejada. El negocio estaba hecho y había que zarpar. La playa comenzó a habitarse por sombras. Más de setenta pasajeros ocuparon la lancha Zodiac de goma en la que se disponían a alcanzar la otra orilla por la parte más ancha del muro del estrecho, casi doscientas millas de tormenta. Pero zarparon. La oscuridad, el oleaje y el frío hicieron el resto. Apenas desaparecieron las luces de Alhucemas cuando ocurrió el naufragio. Luego vino la estadística, suma y sigue entre los miles de ahogados en pateras hundidas. Equipos de rescate llevaron al puerto granadino de Motril a diecisiete supervivientes, casi muertos de frío y de pánico. Depositaron catorce cadáveres. En ninguna de las dos listas estaban los nombres de Ibrahim y Chaikh. Hubo cincuenta desaparecidos. ¿Dónde descansa el alma de los muertos sin tumba cuando el mar les acoge? Al día siguiente el gobierno marroquí no quiso saber nada del suceso: “Son extranjeros en un buque de nacionalidad española.” Lo leía del periódico un facineroso que sorbía su pipa de agua en una cantina del puerto de Alhucemas. Al llevar la boquilla a sus labios, hacía ostentación de un anillo dorado con una gema turquesa.
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