Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 30 de diciembre de 2012 Num: 930

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Poetas de los cincuenta
en Guanajuato:
la generación vigente

Ricardo Yáñez entrevista con Benjamín Valdivia

El México de
Iván Oropeza

Ana Paula Pintado

Diez cuentwitters
Enrique Héctor González

Strindberg,
psique y pasión

Miguel Ángel Quemain

El infierno según Strindberg
Omar Alain Rodrigo

Insurgentes: cine y
política en Bolivia

Hugo José Suárez

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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
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Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Artes Visuales
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El México de Iván Oropeza El México de Iván Oropeza

 

 

 

Ana Paula Pintado 

Familia mexicana de la Montaña alta de Guerrero. Foto: juanpancho/ Flickr

La primera palabra que aprendió del español fue “no”. Desde muy pequeño, Iván Oropeza Bruno, casi siempre acompañado de sus primos, salía al monte a cazar, a recolectar leña o a pastar los chivos; pero era peligroso pues podían aparecerse los mbòo màxiin, es decir, los hombres de verde, los que hacían muchas preguntas, los soldados. De ahí que su abuela le enseñó a que su respuesta siempre debía ser no. Ya más grande, su abuelo le dio otro consejo: ser astuto al responder las preguntas de cualquier persona que no perteneciera a su comunidad. Ser rápido, ágil y osado. Iván aprendió con gran destreza el arte de la defensa con palabras, el arte de responder sólo lo necesario, de no mostrar miedo y de zafarse ante cualquier situación peligrosa.

Cuenta Iván que una tarde, de regreso a su casa, habiendo cazado veinte pájaros carpinteros y un conejo, aparecieron los hombres de verde. Como siempre, hicieron preguntas: “¿A dónde vas con tantos pájaros?, ¿qué no sabes que están en peligro de extinción? A lo cual él de inmediato respondió: “Es nuestra comida, si no me los llevo, mi familia es la que va a estar en peligro de extinción.” Los soldados se rieron y él se graduó en el arte de la sobrevivencia.

Como todos los pueblos indígenas de nuestro país, los me’pháá, como ellos se autodenominan, aunque nosotros los llamemos tlapanecos, conocen su entorno, lo respetan y lo cuidan…“Y es que la gente no sabe que nosotros sabemos cuándo cazar, porque no se caza en cualquier temporada. Por lo regular lo hacemos en temporada de lluvia, cuando hay más vida, cuando hay abundancia.” Refiriéndose al comentario de “peligro de extinción”.

Iván es de La Unión de las Peras, una lejana comunidad de la Montaña de Guerrero donde habitan trescientos me’pháá; sin embargo, los días de fiesta se reúnen hasta ochocientos. Se dicen hermanos todos aquellos que hablan el me’pháá; el resto son extraños.

En su escuela aprendió que su lengua, el me’pháá, no se debía hablar. Cada vez que lo hacían, él o alguno de sus compañeros, recibían un reglazo en la mano. A pesar de ello, Iván no se dio cuenta de lo que realmente significaba ser me’pháá en México (su país) hasta que un buen día su abuela, en una de sus idas a comprar la despensa, lo llevó a Tlapa. Después de un trayecto de dos largos días caminando, se encontró con un nuevo mundo lleno de gente, no sólo de esa ciudad, sino de todas las comunidades de la región de la montaña de Guerrero. Allí fue cuando, por primera vez, escuchó la palabra “indio”. Sucedió en el momento en el que su mirada se puso sobre un estéreo alpine, allí, con su español –aprendido de la abuela y otro poco en la escuela– preguntó al tendero cuánto costaba el alpine, a lo que éste le respondió: “No es alpíne, ¡indio!, es alpain.

“Se supone que, como mi abuela no quería que sufriera, me enseñó español, pero era su español”, dice Iván. Allí se dio cuenta que había distintas maneras de expresarse en esa lengua y que para que no lo tacharan de “indio” debía aprenderla tal y como los mestizos la hablan. Sin embargo, “si vienes con huaraches y morral, y aunque hables bien el español, cuando bajas de la montaña hueles a humo. A la gente de ciudad no les gusta ese olor y se te queda viendo raro”.

Pero ese no fue el choque más fuerte, sino el que surgió cuando se fue a estudiar la secundaria a Chilpancingo. Su maestra de la primaria, Gaudencia, lo convenció que saliera a estudiar. Así, con el apoyo de su padre y de sus abuelos, salió de su comunidad y llegó el día que esperaba con tanta emoción: su primer día de clases. Cuando entró al salón descubrió que era la clase de inglés, lengua que él aún no aprendía. Unos minutos después de que empezara la clase, el maestro se dirigió a él y le pidió que leyera un texto. Él no tuvo más remedio que leerlo de acuerdo a la fonología del español. Rápidamente se empezaron a escuchar las risas de sus compañeros. Iván quiso detener su lectura, pero el maestro no lo dejó, prosiguió hasta que no lo soportó más; cerró el libro de golpe y se levantó. El maestro lo detuvo y le preguntó de dónde era, Iván le respondió y el maestro dijo: “Ah, entonces ¿eres indígena?”

A raíz de ese incidente sus compañeros no dejaron de molestarlo. “A la hora de la salida me golpeaban, recuerdo que yo sólo tomaba mi mochila y me ponía en posición fetal para protegerme.” Por primera vez Iván no fue un buen estudiante; el padre le reclamaba, pero él jamás le confesó la razón, era demasiado dolorosa.

Poco a poco fue encontrando gente que lo apoyó en su camino: Rafa, al que todos le tenían miedo pues era un tipo grandote. Mientras Iván le ayudaba a estudiar, Rafa lo protegía. También su maestro el Toro que un día pidió que dijeran los nombres de tres poetas latinoamericanos y el único que respondió fue Iván. Desde ese momento el Toro le daba libros a leer y le repetía una y otra vez: “No importa lo que te pase, tú tienes que venir.” Iván no volvió a decir nunca que era indígena, pues “no conviene si quieres salir adelante”.

Estas vivencias le provocaron sueños perturbadores, y es que se había enfermado del alma. En una ocasión soñó con su difunto primo Cristóbal, a quien quiso mucho. Iván se encontraba jugando sobre una loma muy lodosa, mientras su primo estaba sobre un pasto muy verde. Iván le decía: “Primo, quiero estar contigo porque aquí me ensucio.”

Su abuelo decidió cambiarlo, lo llevó a un cerro y lo cambió por otro animal. Y es que los me’pháá, como muchos otros pueblos indígenas, nacen con un animal compañero, que los acompaña a lo largo de sus vidas.

Como carrera estudió Lingüística en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Nunca imaginó el alcance que iba a tener, pues aprender una lengua es comprender los profundos significados de un pensamiento.

Hoy día Iván trabaja para promover el fortalecimiento de las lenguas indígenas. Pertenece a una asociación que él mismo fundó: Antropología en Lingüística Aplicada. Su organización busca involucrarse con el sistema educativo indígena, desde el contenido hasta la organización. Por ejemplo, capacita a los maestros bilingües para que adapten sus programas al contexto de la comunidad en donde se encuentran. Se les insiste mucho en que hagan trabajar en equipo a sus alumnos, pues es parte trascendental de la cultura indígena resolver los problemas en comunidad. “Nuestros padres nos enseñan que se debe trabajar en comunidad, pero llegas al salón de clases y lo primero que te dicen es ‘siéntense por hileras y hagan este trabajo solos’. Nosotros hablamos con los maestros para que no dejen su lengua, y que desde la lengua expliquen conceptos que vienen en los textos educativos en español”, pues lo entienden mejor. Como aquel día que un maestro estaba desesperado porque sus alumnos me´pháá no lograban entender qué es la fotosíntesis. Iván le decía que lo explicara en su lengua y así, un día, desesperado, lo hizo. La respuesta de los alumnos fueron carcajadas y un “no manche maestro, si eso ya lo sabíamos”. Desde siempre lo sabían, desde pequeños, mientras pastaban chivos o recolectaban leña.

De igual manera explica que los libros no deben escribirse en una sola variante, puesto que para unos un vocablo significa tamal y para otros es la parte íntima de la mujer.

En muchas regiones indígenas de la República Mexicana, los maestros llegan a dar clases el martes y se van el jueves. Entre más lejos esté una comunidad, peor es el maestro, pues lo utilizan como un castigo al mal profesor. Como sabemos, los maestros están muy politizados y continuamente están en manifestaciones y reuniones políticas. Para los días festivos, si cae en martes, el maestro se toma toda la semana. Resulta casi milagroso que alguien como Iván, habiendo estudiado en tal precariedad, haya llegado hasta donde está. Inclusive ahora que existen las universidades interculturales, Iván las cuestiona: “Deberían ser para los mestizos, pues nosotros sí sabemos qué es la interculturalidad. ¿Para qué nos enseñan algo que ya sabemos?” Y es cierto, en México aún no nos reconocemos como país pluricultural.

Iván es una persona comprometida con su comunidad y cree que el conocimiento que él ha adquirido debe transmitirlo a otras comunidades: “Mi abuelo me decía que ‘desde donde estés, desde tu trinchera, tienes que aportar algo.’ Nosotros hemos crecido en esta cultura del esfuerzo, de que nada se nos va a regalar, tenemos que trabajar mucho para lograr lo que queremos. Tienes el jumá (el pensamiento) y tienes estas manos que no son tuyas (los dedos son los hijos de tu mano), pero ellas te van a permitir ser algo en esta vida (las manos y sus hijos). Y afirma: “Queremos caminar junto con el Estado para buscar un progreso dentro de nuestra nación. Queremos trabajar hacia el reconocimiento de la gran riqueza que tienen nuestros pueblos. Si todos los mexicanos supiéramos algo sobre el conocimiento indígena, nos haría más sensibles, menos duros, menos aislados, mejores mexicanos.”