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Ana García Bergua
El lugar en el mundo
Hace poco leí una entrevista a un escritor que, cuando estaba en París, elegía un par de cafés de fondo profundo para trabajar sin ser molestado. Sartre y sus contemporáneos, anotaba, trabajaban un poco a la vista del público, exhibiéndose. Eso me hizo pensar en los lugares que solemos ocupar en cafés y restaurantes, similares al que habitamos en el mundo o en nuestra cabeza. Así, elegir el sitio en ese lugar público, pero no del todo transitorio ni con los sitios asignados, como en el teatro, resulta ser una curiosa danza, estática a la vez y, sobre todo, existencial.
Hay quien se instala, por ejemplo, en el lugar del paranoico: la vulnerable espalda hacia el fondo, de preferencia en una esquina, y la mirada que escrutina lo que pasa en el restaurante. Se busca evitar la puñalada traicionera o la balacera imprevista, alcanzar a meterse debajo de la mesa como en los westerns, o largarse por una puerta trasera en cuanto aparece un enemigo, no vaya a ser.
No es muy distinto que el del voyeur; quizá, el sitio de este último es más recóndito, simulado tras una columna o un cancel, porque al voyeur no le gusta tanto que lo vean, como poder enterarse a gusto de todo lo que pasa en el lugar. Quién discute con quién y por qué, qué le ocurre al mesero que se tropezó con la charola después de que lo regañaron, qué cara pone, cómo se siente, quién será; si piensa vengarse de una manera desagradable del comensal que le metió el pie, si tiene algún complejo de inferioridad y pensó que lo merecía, etcétera.
El sitio del centro es el del anfitrión. Lo ocupan los políticos, los gerentes, incluso periodistas y escritores que se sienten muy importantes. Parece que todo el restaurante ha sido concebido en función de su mesa, para que a ella se acerque todo el que tenga una petición, una palabra de admiración, un negocio, un asunto que proponer o resolver. Su ocupante trae una corte con la que charla, un ojo al gato y otro al garabato, pescando a ver quién llega, sabedor de que cada saludo es provechoso. Los meseros se esmeran en las atenciones, pues saben que hay buena propina. Es una mesa que se transforma, a ratos en trono, a ratos en escritorio de juez, a ratos en silla presidencial. Se materializa principalmente a la hora del aperitivo o la comida; en los restaurantes frecuentados por políticos, todas las mesas adquieren ese carácter a la hora del desayuno, entre los carritos de las mimosas, y entonces se parecen a las tazas giratorias de las ferias.
El lugar del estorbo lo ocupan los que nomás no se hallan. Los meseros tropiezan con ellos, la gente que se dirige a la salida los patea. Se la pasan acomodando la silla según les indican los meseros, y ni así dejan de ponerse en el camino. Por lo general van cambiando de sitio; corren el riesgo de terminar sentados a la mesa que se encuentra junto al baño.
Al fondo de los cafés o en los segundos pisos se encuentra el país de los invisibles: los novios o los escritores, como el que mencionaba al principio. En realidad, no quieren estar ahí, ni en ningún lugar concreto. No quieren que los vean, ni ver a los otros, ni saludar. Quieren hacer lo suyo –propuestas amorosas, discusiones íntimas, lecturas, ensayos, cuentos– sin que nadie los moleste, pero a la vez en medio del murmullo y de la gente; gozar de una especie de anonimato aromático, como si el silencio del estudio o el cuarto de hotel los angustiara. Entre los escritores hay variaciones: algunos gustan de un anonimato relativo, desde el que puedan saludar a los conocidos, dando a entender que si los dejan en paz será mucho mejor. Los meseros tienen un detector especial de invisibles que les hace llevarles la cuenta antes de tiempo. Sólo algunos muy perceptivos y en establecimientos señalados dejan a los invisibles estarse en paz durante un par de horas con un solo café.
El lugar del pavorreal. Es el sitio de quien anhela ser visto, y no solamente, sino ser visto cuando está sentado con x o con z, haciendo esto o lo otro, exhibiendo la crónica de sus días. Hay que pasarlo rápido para hacerlos enojar.
La esquina de las comadres es el lugar donde se sientan dos o más amigas (y amigos) a platicarse toda suerte de cosas. Es un sitio a la vista, pero no demasiado; permite mirar lo que sucede alrededor sin demasiada atención para incorporarlo a la conversación en curso como ejemplo o descubrimiento. Es una mesa centrífuga en la que el tiempo suele pasar demasiado rápido; sus ocupantes llegan tarde a trabajar.
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