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Mejor que venga el Krampus
Llega diciembre y arremete la Navidad, sincrético muégano que amasa melcochas de paganismos y cristianismo (católico recalcitrante en México, herencia de la conquista española, de curas soberbios y monjas usualmente arrogantes pero que con involuntaria, histórica comicidad siempre tuvieron en las trompas la palabra humildad), pero en realidad acunada por el vasto imperio del mercachifle que trucó leyendas húngaras en campañas de publicidad de la Coca Cola estadunidense, que no es más que la temporada de ventas a lo bestia de comerciantes y almacenistas, que es el Vellocino de Oro de abarroteros que creen ser otra cosa –usualmente un abarrotero, entre más grande su tienda, más apellidos se pone, como gerente, director adjunto, presidente del consejo de administración y así. Llega diciembre y los almacenes se convierten en jugueterías, para que el niñito dios o santoclós, que alguna vez fue primero un obispo turco y acabó siendo un duende holandés, hagan de la niñez festín de felicidad que cierne un condicionamiento inmoral y desbocado en pos de algo tan superficial y huero como el consumismo vil.
Llega diciembre y hay que ir a las posadas del trabajo y hacer desfiguros, tratar de ligarse a la secre, adular al jefe y alzar el vaso de marrascapache con refresco y balbucear un brindis cantinflesco; hay que ir a las posadas de la escuela, soplarse pastorelas donde niños lelos se balancean vestidos de espantapájaros llamados pastorcitos, y por todos lados resuenan cascabeles, melodías navideñas gringas, villancicos salidos del franquismo, donde los peces beben en el río revuelto de las ganancias del comercio y entre guajolotes rellenos, piernas horneadas, pastas y pasteles los gordos hipertensos nos acercamos un par de felices peldaños al final del camino. Llega diciembre y la gente se hace regalos que no necesita (pero a veces agradece, porque se demuestra la bondadosa generosidad del ser humano, a menos que se trate del jefe de uno que se hace guaje con el aguinaldo).
Pero todo es falso. Es momentáneo. Es banal e impuesto. La espiritualidad que tuvo alguna vez la Navidad se la comieron cruda la compraventa, el alud publicitario y la hipocresía de quien siente que hizo por fin algo bueno, porque en Navidad le dio de comer al jodido o regaló juguetes al niño pobre.
La Navidad –la real, la que se celebraba en los primeros días de diciembre y no en la nochebuena impuesta por la clerecía del Vaticano– valía de veras cuando la complementaba el Krampus, ese demonio rojinegro, fiero y cruel, verdaderamente antitético al santo Nicolás (y no como el mamarracho verde ese que inventó el estadunidense Theodor Seuss, el Grinch) convertido ya en rubicundo duende repartidor de pastelillos, dulces y divertimentos, para echar en cambio a su canasto maldito mocosos mal portados y llevárselos al infierno mientras el barbudo de gorro y túnica repartía confites. Uno metía y el otro repartía. El bien y el mal en todos nosotros, acertada metáfora del propio convencimiento para mejor ser un poco ñoño y así librarse de los castigos que recibiría un cabrón empedernido al que literalmente se llevaría el diablo.
Clérigos de distinta laya, pero todos rayados con su cruz de intolerancia, pugnaron sobre todo desde el Medievo para eliminar al Krampus de las fiestas. El calvinismo alemán, tan creativo, astuto y zafio como el catolicismo ibérico fabricante de vírgenes morenas, ayates floridos y sumisos beatos nahuas, se inventó otro acompañante menos malvado para el Sinterklaas neerlandés que, popularizado rápidamente entre los aldeanos del centro de Europa, empezaba ya en el XVII a presumir sayón rojo orlado de oro: Knecht Ruprecht, una suerte de monje que pedía a los niños buenos que quisieran pastelillos y regalos, que elevaran oraciones al cielo. ¿Suena conocido el método coercitivo?
Yo prefiero que vuelva el Krampus. Que llegue a aterrorizar con sus gruñidos y cadenas oxidadas a los que nos portamos mal. Pero sobre todo que vaya, casa por casa, metiendo en su canasto fatal a cuando pájaro de cuenta nos sobra en este país. Con la pura clase política y empresarial tiene para echar varios viajes de ida y vuelta al averno, vaciar la canasta y otra vez a llenarla de mexicanos gandules, mentirosos, transas, crueles, asesinos, cobardes, toditos de corbata o traje sastre, relojazo en la pezuña y zapatos, bolsos y joyas que cuestan una infamante fortuna.
Aunque pensándolo bien, nomás con meter a la Gordillo se le iba a llenar el canasto… y mejor ni pensar en Carstens, pobre Krampus.
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