Hugo Gutiérrez Vega
Un retrato de Efraín González Luna:
el final de un ideario (II DE VIII)
Perteneció a una generación tocada directamente por la Revolución y por la Guerra cristera. Fue miembro de Acción Católica en tiempos violentos y, al igual que su maestro, Anacleto González Flores, fue partidario de la resistencia pacífica (Anacleto favorecía la estrategia del boycot comercial y tributario) y se oponía al movimiento armado. Anacleto era hombre de muchas lecturas: los clásico griegos y latinos, Kierkegaard, Kant, Nietzsche e Ibsen... y un estudioso del pensamiento democrático.
Las relaciones entre PAN y UNS eran muy problemáticas, pues mientras el partido, sin ocultar sus raíces cristianas, propugnaba por la democratización del país, el sinarquismo mantenía sus tics falangistas (muchos de los miembros de la Sinarquía Nacional habían hecho estudios en la Academia de Mandos de la Falange Española) y sus obsesiones fundamentalistas provenientes de la Legión o Base, el organismo secreto que proporcionaba a la Unión un sustento ideológico aún cargado del discurso bélico del movimiento cristero. Un intelectual a la francesa como González Luna nada tenía que ver con el fascismo campirano de los sinarquistas, tan lleno de banderas, brazaletes, camisas rituales, himnos chorreando sangre y culto a los “caídos”. Los roces entre panistas y sinarquistas fueron constantes durante la campaña presidencial de 1952, y la separación tajante se dio con gran prisa apenas culminó la anunciada derrota electoral.
La política para González Luna era una obligación ética y un ejercicio de paciencia heroica, pues, tomando en cuenta las características de su tiempo histórico y la absoluta cerrazón del sistema compuesto de astucias y de autoritarismo, el triunfo era altamente improbable. Para González Luna lo fundamental eran los principios doctrinarios y siempre se opuso a las triquiñuelas de la llamada realpolitik. En uno de sus primeros trabajos afirmó: “Es falso que las posiciones equivocadamente calificadas de idealistas estén destinadas al fracaso, es falso que las posiciones doctrinales puras, intransigentes, incontaminadas, sean ineficaces, infecundas, desde el punto de vista de los resultados prácticos. Afirmo, por el contrario, la incomparable, la fundamental eficacia práctica, el infinito valor de las posiciones doctrinales defendidas a toda costa, sin transacciones y sin compromisos oprobiosos, como el estímulo más insustituible de progreso, como el arma más segura de libertad y como la posibilidad más indiscutible de transformación social.”
Esta es una pequeña muestra de su estilo oratorio magistral e inimitable. Sus alumnos, con admiración y buen humor, intentábamos parodiar su voz ligeramente debilitada por sus frecuentes afecciones de garganta, y los ademanes precisos y elegantes con los que subrayaba sus afirmaciones. Nos quedábamos en lo externo, pues todo eso se fraguaba en una condición del espíritu y en una erudición puesta al servicio de las profundas reflexiones sobre el futuro de los individuos y de las naciones.
No era la conquista del poder lo que le interesaba o apasionaba, como a la mayoría de los políticos. Su proyecto era el de “mover las almas” (Gómez Morín hablaba de “brega de eternidad”), procurar la rehabilitación de la sociedad civil y crear en las conciencias individuales los hábitos democráticos. Era, en el sentido más estricto del término, un político maderista y un intelectual que hacía política para mejorar la moral social. Por lo tanto, siempre afirmó la indisoluble unión que debe darse entre la política y la ética. A este respecto conviene recordar sus nociones sobre el bien común, las funciones de la sociedad y sus ideas sobre el bien absoluto de la persona humana. Sobre este último aspecto, reivindica los valores individuales y el carácter drásticamente íntimo de la comunicación directa entre el hombre y Dios, en la cual “la sociedad no tiene injerencia” y, por otra parte, insiste en la urgencia de que la sociedad instaure las condiciones que aseguren al hombre su bien temporal, el cual comprende “los bienes religiosos y espirituales que preparen el goce del bien absoluto”. En este programa se hace patente la presencia de las utopías franciscanas de Gioacchino de Fiore, las renacentistas de Moro, Bruno y Campanella, la de Vasco de Quiroga y sus hospitales de Michoacán, y la de los jesuitas y las reducciones de Paraguay. Todas buscaron la instauración del bien común y de las formas de la solidaridad tendientes a crear una armonía social que permitiera al hombre “realizar su destino, cumplir su naturaleza, perfeccionar su ser, es decir, alcanzar su bien”.
(Continuará)
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