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Recámaras en la historia
Raúl Olvera Mijares
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Historia de las alcobas,
Michelle Perrot,
FCE/Siruela,
México, 2011.
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La recámara como un espacio destinado al descanso, si bien puede servir a usos múltiples como el recogimiento o la imaginación, ámbito donde ocurren los dos sucesos más importantes en la vida de un ser humano, a la hora de nacer y a la hora de morir. Habitaciones o simples cuartos de hotel, de hospital, celdas en los conventos, las prisiones y los manicomios. Michel Foucault (1926-1984), un estudioso de estos últimos, desbrozaría un campo muy amplio en sus ensayos que lindan terrenos otrora propios de la filosofía, la religión, la psicología, la sociología, la antropología cultural y la historia del arte. Precisamente de este enfoque multidisciplinario, Michelle Perrot (París, 1928), catedrática de historia y profesora emérita de la Universidad de París VII Denis Diderot, emprende un interesante recorrido en su obra Histoire de chambres (Éditions du Seuil, París, 2009), vertida al castellano por Ernesto Junquera.
Amén del obvio reparo a este colega peninsular de traducir chambre por alcoba, surgen otras dudas acerca de la transferencia de nombres propios, rusos e italianos, entre otros, que se ofrecen en la grafía gala. Alcoba, a todas luces un arabismo, puede ser sinónimo en castellano de dormitorio o, mejor, recámara, si bien en el resto de las lenguas europeas más que equivalente es un término más restringido, al igual que tocador. La alcoba, desde el punto de vista arquitectónico, es más bien un nicho adosado o empotrado en el muro que puede incluso cerrarse por medio de hojas de madera o cortinajes. Por otro lado, el término chambre se deriva de kámara en griego, de ahí camera en italiano y recámara en español.
La kámara era un sitio de reposo colectivo, suerte de cuartel, donde pernoctaban los soldados. Los romanos en sus casas, generalmente al fondo, disponían unos ámbitos estrechos, donde en ocasiones había que entrar con la cabeza inclinada, denominados cubicula. Este hecho, sumado a la costumbre japonesa, aunque también común en el medio rural mexicano y otras partes, de hacer fluidos los espacios, destinándolos a varios usos, replegando yacijas o petates en cualquier rincón, viene a echar luz sobre algo fundamental: hubo un antes, hay un durante y habrá un después de la recámara como espacio habitacional claramente delimitado. Michelle Perrot pasa revista a temas como la cámara del rey, la habitación de los niños, la habitación de las damas, habitaciones de hotel, lechos de muerte, con un estilo en el original francés de gran solvencia, fluidez y gracia, que no siempre ha sido posible preservar en la traducción, salpicado de anécdotas sobre la vida de monarcas como Luis XIV y madame de Maintenon, primero su querida y luego legítima esposa, y grandes hombres y mujeres de letras como Marcel Proust, Xavier de Maistre, pero también George Sand (Aurore Dupin) y nuestra Teresa de Ávila. Obra variada y de carácter heteróclito, muy del gusto de los historiadores franceses, herederos de la tradición postmoderna.
La quinta de black
Cuauhtémoc Arista
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Muerte en verano,
John Banville,
Alfaguara,
México, 2012.
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En su ensayo “Sociología de la novela policial”, Roger Callois apunta cómo el tema devino género: “Esas servidumbres voluntarias a darle a la novela policial la seriedad de los problemas del álgebra, tal vez fueron inconscientemente adoptadas en el principio, pero no tardaron en quedar codificadas. Los miembros del Detection Club británico –que fue en su origen una sociedad de ayuda mutua para las cuestiones técnicas– se comprometieron a respetar los principios reflexivos. Juraron, por ejemplo, no poner en escena a chinos misteriosos; no hacer que su detective se beneficiara de una coincidencia feliz que le ayudara en sus investigaciones; no introducir en el relato detalles cautivantes, extraños o significativos que luego quedan sin explicación y que únicamente sirven para embrollar al lector.” Pero embrollar al lector es un mérito que debe justificarse con una solución que coloque todas las piezas en su lugar y deje algo interesante moviéndose en la mente. A esto juegan desde hace muchos años demasiados escritores en todos los países, con irregular fortuna.
Las lluvias trajeron a las librerías de Ciudad de México la quinta novela que John Banville firma como Benjamin Black: Muerte en verano. Hay que leerla irónicamente: transcurre en el Dublín de los años cincuenta y se plantea de entrada como detectivesca. Encabeza la investigación un policía panzón que en otro tiempo sería el protagonista; en la época de CSI y Doctor House, el médico forense Quirke se impone como alter ego del autor ficticio.
Aparte de la vaga sed de justicia del doctor, su pasado lo involucra en el caso y de esos antecedentes salen con cierta naturalidad los gángsters dublineses equivalentes a los chinos misteriosos y la infeliz coincidencia que resuelve el caso.
Pero también es un homenaje a la novela negra con guiños estilísticos y probablemente autobiográficos (improntas de lectura). Por ejemplo, la obsesiva atención a los efectos de luz tiene antecedentes en los maestros gringos que surgieron de Black Mask y, en Banville, no embrolla a nadie ni codifica estados de ánimo, sino trasmite una leve angustia por la fugacidad de ciertos instantes. En el caso de Raymond Chandler, esas ojeadas a la luz revelan el entrenamiento de quien se gana la vida con los detalles y al principio ignora cuáles serán importantes.
Otras diferencias: el escritor irlandés dispone de un narrador omnisciente y no se limita a los recursos de un detective magullado y malo para cobrar. En cambio, distribuye entre varios personajes la perspicacia, la nobleza y la sabiduría que viene con las palizas, en vez de cargárselas a su protagonista.
Esta diferencia con sus clásicos no disminuye a Banville: hace mucho que las prohibiciones autoimpuestas por los caballeros del Detection Club fueron abolidas por una enmienda que ampara a todo escritor que sea congruente dentro de su obra. Banville se acoge a esta legislación moderna, pero además se solaza con personajes oscuros que irradian claridad (la hija de Quirke) y de candilejas de sociedad que terminan por revelar su núcleo bituminoso.
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