Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 14 de octubre de 2012 Num: 919

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Episodio de primavera
Iáson Depoundis

Transparencias
de Fuentes

Bárbara Jacobs

Ombligos sin fronteras
Ricardo Bada

Literatura femenina
en Puerto Rico

Carmen Dolores Hernández

Los tiros con chanfle y el Principio de Bernoulli
Norma Ávila Jiménez

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Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
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Al Vuelo
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La Otra Escena
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Cabezalcubo
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Collages de Marga Peña

Literatura femenina en Puerto Rico

Carmen Dolores Hernández

Las poetas latinoamericanas del siglo XIX cortaban lirios, cortaban rosas, escribían versos sentimentales… eran así. No las puertorriqueñas. En un país al que llegó tardísimo la imprenta –a principios de ese siglo–, la literatura nació con la fuerza que le otorgaba una larga espera. Y nació, en gran parte, bajo un signo femenino.

La primera mujer en publicar los frutos de su pluma fue María Bibiana Benítez, cuyo poema de corte cívico, “La ninfa de Puerto Rico”, apareció en 1832 en uno de los pocos periódicos del momento. Celebraba, en vez de amor, flores o estrellas, el establecimiento en la isla de la Real Audiencia Territorial. También escribiría de las flores, pero con un enfoque combativo. En su poema “La flor y la mariposa” denuesta –como Sor Juana– a los hombres inconstantes: “Tu ingratitud la abandona/ después de haberla gozado/ ¿Cuando ya la has marchitado/ quién tu proceder abona?”

María Bibiana “parió” –figurativamente, porque nunca se casó– una cepa de poetas que incluyó no sólo a su sobrina Alejandrina Benítez, también osada y feminista avant la lettre, participante en El aguinaldo puertorriqueño (1843), la primera colección de escritos que se hacía en el país, sino también al hijo de ésta, José Gautier Benítez, el mayor poeta romántico de la isla, cuyas evocaciones instauraron una tradición de cantos patrios: (“¡Borinquen!, nombre al pensamiento grato/ como el recuerdo de un amor profundo./ Bello jardín, de América el ornato,/ siendo el jardín América del mundo.”

Las Benítez no fueron, desde luego, las únicas mujeres que blandieron la pluma en el Puerto Rico decimonónico. Poetas como la osada Lola Rodríguez de Tió, quien sufrió varios destierros y es autora de la letra combativa –y a menudo prohibida–del himno patrio (“¡Despierta, borinqueño/ que han dado la señal!/ ¡Despierta de ese sueño/que es hora de luchar!”); dramaturgas como Carmen Hernández de Araujo, cuyas obras –históricas y moralizantes algunas–fueron representadas con gran éxito en el muy machista siglo XIX; novelistas como Carmela Eulate Sanjurjo, quien en 1895 publicó “La muñeca”, una feroz crítica social, y ensayistas contestatarias como Luisa Capetillo, que fueron abriendo un espacio cada vez más amplio. Tanto lo quería abrir esta última, activista en favor de los obreros, que en 1919 fue arrestada por vestirse como hombre. Todas estas escritoras tienen en común una combatividad textual que depende de sus decididas reivindicaciones patrias, sociales o femeninas.

Pero si bien la literatura femenina se afirmó desde el siglo XIX, en el XX adquirió una fuerza arrolladora que no ha hecho sino aumentar hasta el día de hoy. Las escritoras más relevantes de inicios de siglo no fueron poetas modernistas que dialogaran con el gran lírico que se adscribió a esa estética, Luis Llorens Torres (aunque las hubo, como Trina Padilla de Sanz), ni figuraron en los movimientos vanguardistas (con excepciones, como la de Carmen Alicia Cadilla), ni descollaron –como el gran Luis Palés Matos– en la poesía negroide (con la excepción menor de Carmen Colón Pellot). Fueron estudiosas e investigadoras: ensayistas destacadas que aportaron un sesgo particular –de índole literaria– a la producción de la Generación del ’30.

Hubo una razón para ello. Tras la Guerra hispanoamericana, cuando Puerto Rico pasó a ser posesión de eu, la sociedad puertorriqueña se enfrentó a un cambio que abarcó todos los aspectos de la vida, incluyendo la educación. En 1903 se estableció la primera universidad del país, la de Puerto Rico. Empezó como una Escuela Normal, con lo cual la mayor parte de sus alumnos fueron mujeres.


Concha Meléndez

Tal estímulo, y otros como la llegada a Puerto Rico durante la guerra de varias periodistas estadunidenses, como Margherita Arlina Hamm, Mary Elizabeth Blake y Margaret Sullavan, que escribieron sobre la isla para órganos de prensa estadunidenses (Hamm también escribió un libro Porto Rico and the West Indies) probablemente abrieron caminos de escritura. También hubo libros de intención didáctica sobre Puerto Rico escritos por estadunidenses como Marian M. George (A Little Journey to Puerto Rico, 1900) y aun otros de índole turística e informativa como Porto Rico: A Caribbean Isle, escrito conjuntamente por Elizabeth Kneipple Van Deusen y su marido, Richard James Van Deusen, funcionario estadunidense en la isla.

A lo largo de las primeras décadas del nuevo siglo se dio a conocer un grupo de intelectuales puertorriqueñas dedicadas al ensayo investigativo y creativo. Concha Meléndez (1895-1983) fue la primera mujer en obtener un doctorado en Filosofía y Letras en México (1932 - UNAM), y fue también pionera en los estudios de literatura latinoamericana, no sólo en Puerto Rico sino en América, con una extensa bibliografía sobre el tema. Escribió poesía, pero es recordada por sus ensayos escritos en una prosa tersa y sencilla (uno de los más hermosos se titula “Los balcones” y se encuentra en su libro Entrada en el Perú, 1941). Como Alfonso Reyes, sobre quien escribió Moradas de poesía en Alfonso Reyes, sus interpretaciones eran comprensivas, tomando en cuenta las características históricas y sociales que afectaban el desarrollo literario.

Margot Arce de Vázquez (1904-1990) fue una de las primeras estudiosas del poeta renacentista español Garcilaso de la Vega, la primera en publicar un estudio riguroso sobre él, que iba mucho más allá del impresionismo que por entonces lastraba los estudios literarios. Y escribió también hermosos ensayos informales con gracia y agudeza analíticas aplicadas a la situación del país, como el titulado “El paisaje de Puerto Rico”. Carmen Gómez Tejera, Antonia Sáez, María Teresa Babín y, sobre todo, Nilita Vientós Gastón, pertenecieron a ese grupo de ensayistas. La última fue árbitro y alma del panorama cultural de la isla a través de su columna periodística Índice Cultural, que apareció en el periódico El Mundo desde 1948 hasta 1986. Al igual que Victoria Ocampo en Argentina, publicó durante cuatro décadas una revista literaria de suma importancia, que se llamó primero Asomante y luego Sin nombre. Escribió asimismo unas hermosas memorias tituladas El mundo de la infancia. Todas ellas constituyeron un grupo contundente de intelectuales y fueron tan respetadas como sus contrapartes masculinas.


Lola Rodríguez de Tió

Descollaron también, junto a las ensayistas, dos poetas, Clara Lair y Julia de Burgos, que pueden equipararse a las grandes de América –Gabriela Mistral, Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou– con quienes coincidieron aproximadamente en el tiempo (siendo Julia mucho menor que las otras). Como éstas, aquéllas asumieron el erotismo femenino y trataron el tema abiertamente, desafiantemente. Fueron explícitas en su expresión del deseo y directas en su juicio de los hombres: “¡Carne fácil y blanda a todos los arrimos!/ ¡Carne blanda y traidora con uñas en los mimos! // Para todas los mismos rápidos arrebatos,/ lúbrico cual los perros… falso como los gatos…” escribió Clara Lair en el poema “Frivolidad”. Las puertorriqueñas, además, reclamaron su independencia intelectual y artística de cara a las voces masculinas autorizadas. Su identificación con la tierra en que nacieron iba a la par de su sensualidad. En el poema “Río Grande de Loíza”, de Julia de Burgos, el río es un hombre que la posee: “… Río hombre. Único hombre/ que ha besado en mi alma al besar en mi cuerpo…”. Mujer y país han estado sujetos siempre a un amo: la poesía femenina contestataria se convirtió, pues, en una expresión nacional: “¡Río Grande de Loíza!... Río grande. Llanto grande./ El más grande de todos nuestros llantos isleños/ si no fuera más grande el que de mí se sale/ por los ojos del alma para mi esclavo pueblo.”

La vida desgraciada y muerte trágica de Julia de Burgos la convirtieron en un icono, además de que su poesía fuerte, terrestre, proyectaba un yo problemático, muy contemporáneo. La vida más protegida de Clara Lair, en cambio, escondía una riqueza psicológica que se volcó en poemas arrebatadamente sensuales. Hubo otras, muchas otras: Carmen Alicia Cadilla, Nimia Vicens, Carmelina Vizcarrondo… la lista es larga.

El estallido

La segunda mitad del siglo XX presenció un verdadero “estallido” de la literatura femenina, que se convirtió en una corriente incontenible de fuerza igual a la de la literatura masculina y central. Narradoras hubo siempre –Josefina Guevara Castañeira, Marigloria Palma, Edelmira González Maldonado–, pero cuando en el 1970 Rosario Ferré publicó la revista Zona Carga y Descarga junto con su prima Olga Nolla, el desafío de una nueva generación de escritoras se dejó sentir. Ambas pertenecían a una clase privilegiada, ambas lucharon contra toda sujeción y convención, incluso la de circunscribir sus escritos a la rúbrica de “literatura femenina”. El primer libro de cuentos de Rosario, Papeles de Pandora, junto con su libro de ensayos del 1980, Sitio a Eros, en los que retaba, desde diversas perspectivas y utilizando diferentes medios literarios, la estructura patriarcal de la sociedad, iniciaron el torrente. Se sucedieron los libros emblemáticos: Porque nos queremos tanto, de Olga Nolla, quien publicó también varios poemarios y una serie de novelas en que experimentaba con la historia; Felices días, tío Sergio, de Magali García Ramis; Vírgenes y mártires, de Ana Lydia Vega y Carmen Lugo Filippi.


Carmela Eulate Sanjurjo


Julia de Burgos


Clara Lair


Margot Arce de Vázquez


Olga Nolla

Rosario y Olga fueron feroces en sus retos; Magali García Ramis reveló el lado doméstico de los mitos nacionales; Ana Lydia Vega transformó la lengua literaria incorporando lo chabacano, lo vulgar, lo literariamente desprestigiado.

Resulta de interés el hecho de que Rosario Ferré, en una segunda etapa de su escritura (a partir de 1995) desafió no sólo las convenciones de la sociedad y la hegemonía literaria patriarcal, sino también la identificación, en Puerto Rico, del español con la resistencia nacional al imperio estadunidense al escribir en inglés. Fue una decisión sumamente controversial. Publicar en inglés era contravenir todos los esquemas de afirmación cultural puertorriqueña. Esa decisión, sin embargo, le facilitó el acceso a públicos que jamás se hubieran asomado, de otra manera, a nuestra escritura. Ella ha sido la escritora puertorriqueña más reconocida internacionalmente. En 1992 recibió el Liberatur Prix en Alemania y en 1995 fue finalista del National Book Award en Estados Unidos.

Mayra Montero, por otra parte, ha aportado a la literatura de la isla una visión caribeña abarcadora que explora el mito y su envés en novelas sobre Haití, la República Dominicana y Cuba, además de Puerto Rico. Cubana de nacimiento, pero residente de Puerto Rico desde la juventud, la amplitud de su visión ha ensanchado los parámetros de la literatura no sólo puertorriqueña sino caribeña.

Contestataria también, la poeta Ángela María Dávila fue la contraparte de las narradoras. Vinculada con el grupo poético de tendencias sociales izquierdistas llamado Guajana, publicó poco durante su vida (1944-2003), pero perfiló un estilo que, como sugiere el título de su poemario Animal fiero y tierno (1977), podía ser, a la vez, feroz y delicado. Otras poetas como Vanessa Droz, Elsa Tió, Etnairis Rivera, Áurea María Sotomayor, Liliana Ramos-Collado, han asumido asimismo posiciones fuertes de afirmación femenina y aun feminista.

Imposible soslayar, dentro de este panorama, a las escritoras puertorriqueñas de Estados Unidos. Su escritura reivindicativa de una identidad nacional que se encuentra bajo asedio en las “entrañas” mismas del imperio ha producido obras extraordinarias, como la novela Nilda, de Nicholasa Mohr, con su recuento de la vida en “el barrio” puertorriqueño de Nueva York (ahora habitado mayormente por mexicanos), o los poemas “Nuyorican”, de Sandra María Esteves, escritos en spanglish. Por otra parte, las narradoras Judith Ortiz Cofer y Esmeralda Santiago ofrecen visiones autobiográficas, desde una perspectiva femenina, de lo que ha significado crecer como “latina” en Estados Unidos. Estos escritos han conformado un horizonte alterno para la literatura femenina, tan puertorriqueño –sin embargo– como el de la isla. (Puerto Rico tiene más de la mitad de su población en Estados Unidos.)

A partir de la última década del siglo XX y primera del XXI han ido surgiendo escritoras más jóvenes. La más destacada, gestora cultural también y organizadora del Festival de la Palabra, es Mayra Santos-Febres, narradora y poeta. Negra de raza, ha rescatado la experiencia de ese grupo, contextualizándola dentro del amplio marco de la sociedad puertorriqueña. Santos-Febres escribe con fuerza y una absoluta libertad que se ha dispensado ya de las consideraciones identitarias que constituyeron una constante en la literatura –masculina o femenina– de la isla durante el siglo XX. Su primera novela, Sirena Selena vestida de pena (2000), introdujo otro horizonte de liberación sexual al centrarse sobre un homosexual. Yolanda Arroyo, Janette Becerra, Sofía Irene Cardona y Vanessa Vilches se van haciendo asimismo cada vez más visibles en nuestro panorama literario con una variedad de enfoques, de énfasis, con estilos definidos.

El círculo abierto a principios del siglo XX por las ensayistas y estudiosas se cerró a finales de ese siglo con otra promoción extraordinaria de investigadoras que han producido textos lúcidos, hermosos e iluminadores sobre una gran variedad de temas, enriqueciendo el acervo del saber. Las hermanas López Baralt, Luce y Mercedes, han explorado el misticismo islámico y su relación con la literatura española, la primera, y la segunda, ha indagado antropológicamente en la literatura latinoamericana además de estudiar con ahínco al máximo poeta puertorriqueño, Luis Palés Matos. María Luisa Moreno, Silvia Álvarez Curbelo, María de los Ángeles Castro y muchas más han contribuido asimismo, con ensayos documentados y hermosos, a las investigaciones en áreas como historia y urbanismo, arquitectura y arte. Todas le han dado visibilidad a la producción intelectual y literaria de la isla.

Siempre estuvimos aquí es el título de un documental que presenta la contribución de la mujer en la historia de Puerto Rico. “Y siempre estaremos”, podríamos añadir. Imposible escribir la historia de la literatura puertorriqueña sin tomar en cuenta a muchísimas escritoras que se han adelantado en ocasiones, y que en otras han ampliado ese panorama.