Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 8 de julio de 2012 Num: 905

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Adalbert Stifter: un Ulises sin atributos en busca del tiempo
Andreas Kurz

La invasión de la irrelevancia, televisión
y mentira

Fabrizio Andreella

Julio Ramón Ribeyro y
la tentación del fracaso

Esther Andradi

El jardín de los
Finzi-Contini

Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Perfiles
Raúl Olvera Mijares

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Sonia Peña

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ilustración de Juan G. Puga

El jardín de los
Finzi-Contini

Marco antonio campos

Dentro de la narrativa italiana del siglo XX, que tantas bellezas ha dado, pocas obras me provocan tanto desasosiego y melancolía como la de Giorgio Bassani (1916-2000). Nacido en Bolonia (donde también estudió la universidad), habiendo vivido la mayoría de su vida en Roma, a Bassani, el hierro candente que le quedó en el cuerpo y el alma son los años de adolescencia y primera juventud vividos en Ferrara, y quizá sus mejores obras son aquellas donde indaga minuciosamente –proustianamente– sus recuerdos lejanos. Tengo la impresión de que Bassani quiso desahogar en sus novelas y cuentos un pasado de pena y de tristezas, no exento de humillaciones y horror, pero también de súbitas y variadas alegrías, y explorar en especial los años finales de las décadas de los veinte y de los treinta, en especial el año de 1938, cuando se publica, el 5 de agosto, el manifiesto In difesa della razza –luego vendrían una serie de decretos–, es decir, las leyes raciales, que causaron aislamiento y con ello iniquidades y agravios sin cuento a los judíos italianos.

Sin su condición de judíos, con los enigmáticos laberintos históricos y religiosos que eso significa, no se explican las complejas y fascinantes obras de Kafka, Isaac Bashevis Singer o Imre Kertész; lo mismo puede decirse en gran medida de la obra narrativa de Giorgio Bassani. La pequeña y cerrada ciudad de Ferrara, que es cuadro y escenario, fue para él la Gran Aldea y una representación del mundo. De Ferrara, cercana al mar, cuenta ante todo, o al menos lo cuenta mejor, vidas de hombres y mujeres de la burguesía y de la alta burguesía, en especial judías, principiando por la de él mismo. No en balde al reunir su obra narrativa la tituló Il romanzo di Ferrara (La novela de Ferrara).

Como Cesare Pavese, Bassani empieza su carrera literaria como poeta, y sus ficciones, como las del piamontés, tienen a menudo un tono melancólico y un hondo lirismo. Bassani, o quien suponemos Bassani, suele aparecer en varias de sus novelas como protagonista-narrador, ya sea como personaje principal (Los jardines de los Finzi-Contini y Detrás de la puerta) o como testigo ubicuo de los hechos (Los anteojos de oro), pero con alguna frecuencia en él se confunden actor y testigo. ¿Cuánto hay de autobiográfico en sus páginas? No lo sabemos, pero como lectores solemos creer que mucho.

Con alguna frecuencia, al describir el físico o la personalidad de buen número de sus protagonistas, los ridiculiza o minimiza hasta desfigurarlos, sin excluirse él mismo. No pocas veces el yo-narrador se dibuja como inseguro, inestable, culposo, en ocasiones torpe. Como ha repetido la crítica, Bassani desarrolla las historias con sencillez; la complejidad está en la psicología y en los hechos dramáticos que viven algunos personajes. Si hay una corriente en la que se inscribiría su narrativa, si la hay, es el realismo psicológico.

Dentro del ciclo ferrarese, Bassani publica en 1962 una de las más bellas y hondas novelas del siglo XX italiano (Il giardino dei Fionzi-Contini), donde narra ante todo la desdichada historia de amor inalcanzable del joven protagonista central (presumiblemente el mismo Giorgio Bassani) y Micòl Finzi-Contini, una bella joven, espigada y rubia, “de ojos claros y magnéticos” –los dos judíos, los dos estudiantes de letras–, una de esas historias que casi todo adolescente o joven ha sufrido alguna vez hasta el extremo más doloroso.

Micòl es tal vez el único personaje femenino inolvidable en la obra de Bassani. En su psicología laberíntica, henchida de verdades, de verdades a medias, de juegos que aparentan no serlo, de mentiras crueles o piadosas, Micòl es una de esas jóvenes que, quizá sin percibirlo a menudo ni ella misma, van tejiendo una telaraña donde, si cae, el hombre queda atrapado e inerme.

Pero lo más desolador desde el principio de la novela es que el lector adivina que hay un juego de posposiciones y sabe que hay una condenación. En cuanto a lo primero: desde el inicial e invencible deslumbramiento, cuando un día de 1929, desde un puente sobre el Po, el joven protagonista oye la voz de la treceañera Micòl que lo llama desde el jardín, el lector anhela saber si logrará al fin fidanzarsi con la muchacha, o al menos tener un mínimo de compensación amorosa. Como Marcel Proust, Franz Kafka o Sandor Márai, Bassani es habilísimo en la manera de dar rodeos e ir demorando los asuntos para al fin definir los hechos trágicos o humillantes. Respecto a la condenación –lo escribe Bassani en el prólogo-, sabemos que Micòl, sus padres y su abuela materna (su hermano Alberto habría muerto un año antes) terminarán en un campo de exterminio alemán, es decir, serán liquidados en las cámaras de gas probablemente a fines de 1943.

Miembros prominentes de la alta burguesía ferrarese, “dueños de miles de hectáreas”, antes de 1938 parecen vivir lejos de todo en su aislamiento palaciego y feudal. Al sentir excluida a la familia a causa de las leyes raciales, Ermanno Finzi-Contini abre la casa, el jardín inmenso y sobre todo la cancha de tenis, para que jueguen todos los días los amigos y conocidos judíos y alguno no judío de sus hijos Alberto y Micòl. En esos primeros tiempos, GB y Micòl pasean de manera continua, pero en un determinado momento, cuando la relación parece darse, Micòl marca una sorpresiva y angustiosa distancia. Dejan de verse. Se siguen hablando por teléfono a diario, y un día el joven se entera que Micòl partió a Venecia a terminar su tesis. En los seis meses de ausencia, el profesor Ermanno Finzi-Contini, cuando a GB le cierran de manera humillante la Biblioteca Comunal, le abre a su vez la riquísima biblioteca de la casa para que continúe su tesis, lo convida  a cenar a menudo, y con el ambiguo Alberto y el gran amigo de éste, el impetuoso e impositivo Giampiero Malnate –joven químico milanés que trabaja en una fábrica en Ferrara y que es también un férvido comunista–, forma una tertulia en la que sobre todo él y Malnate discuten de manera incendiaria, ante todo de política, y mucho también de gustos literarios.

Cuando Micòl, la dominante e involuntariamente cruel Micòl, vuelve de Venecia, luego de laurearse en letras, GB intenta por todos los medios enamorarla, pero  las cosas empeoran hasta volverse imposibles. Ella logra al fin alejarlo y él acaba, con el corazón ulcerado, por desertar triste y categóricamente. All lost, nothing lost, escribiría Stendhal y repite Bassani. Al final, GB descubre algo que le hace deducir, aun si nunca podrá comprobarlo, que Micòl y Malnate son amantes.

Cincuenta años han pasado de la primera publicación de Los jardines de los Finzi-Contini. Releyéndola ahora, me causa el mismo ahogo y tristeza que cuando la leí a fines de los agitados sesenta. En México la atención a la obra bassaniana ha sido escasa, si escasa no es ya una exageración.