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Infames
La infamia es recurso, método, forma y fondo del quehacer político en México. Como nunca, la opción de mentir, de distorsionar, de calumniar se impone a la opción de gobernar, de servir a la gente, de trabajar por el país. Los infundios, que se han convertido además en toda una industria –se compran, se venden a medida, se organizan en campañas de medios concienzudamente diseñadas lo mismo para manipular y torcer la opinión pública que para sencillamente arrojar una gruesa capa de lodo encima del adversario–, toman la forma de la apresurada calumnia del funcionario cortesano o la complejidad de una serie de anuncios de televisión de factura impecable y contenido mentiroso. Son la herramienta del régimen, la de la resistencia al cambio tan necesario, la de la reacción, la de los mecanismos de defensa de la prebenda y el privilegio. Brotan por todos lados, y a veces son la rabia hecha verbo. En tiempos electorales que anuncian posibles redivivas convulsiones nacidas del hartazgo ante los abusos, la ineptitud y el nepotismo, las infamias nacen de una franja de la sociedad refractaria al cambio de modelo económico y social que pondría en vilo la red de complicidades y canonjías de los que se nutre y satisface buena parte de la clase gobernante y sus poderosos contlapaches. Y como precisamente entre algunos de ésos hay propietarios de los medios, el infundio se multiplica como tópico y la infamia se consolida como forma de “hacer política”.
Recuerdo un spot televisivo que hace seis años fue lanzado como parte de una campaña de proselitismo de la izquierda para atemperar los anuncios cargados de infundios contra el mismo adversario del régimen que es hoy nuevamente blanco de la infamia. Aparecía a cuadro Elena Poniatowska pidiendo –a la derecha, de donde venía esa campaña de lodo, de acusaciones demagógicas y sin sustento, de afirmaciones cargadas de ponzoña, creadas para causar nada más que animadversión, repulsa, rechazo al proyecto social y político de Andrés Manuel López Obrador– algo en apariencia muy sencillo: que quienes así lo venían haciendo simplemente dejaran de calumniar, de inventar infundios, de hacer acusaciones absurdas. No calumnien, pedía Elenita. Pero no la escucharon. Siguieron los mismos de siempre alimentando la hornacina colectiva del aborrecimiento inducido con frases cargadas de veneno pero sin la sustancia de una demostración. El peligro para México era un fantasma que recorría el país, a lomos de infundios bien organizados y mejor pagados. Hace poco vimos las facturas.
Según sus propias declaraciones, olímpicamente pasadas por alto por las autoridades, y de acuerdo con las informaciones periodísticas de las últimas semanas, Vicente Fox Quesada debería estar en la cárcel porque como presidente obstruyó la justicia, pagó con dinero del erario una campaña televisiva de desprestigio contra el candidato opositor de izquierda y además metió las pezuñas en el proceso electoral. Hay países en que una fracción de todo lo confesado –campechanamente– y demostrado sobraría para llevarlo ante tribunales. Pero no en México, donde se pasea y sigue de lengua larga, soltando declaraciones absurdas que nadie, ni siquiera sus correligionarios, pide. Y como él montones de nombres, de personeros de la derecha, secretarios de Estado, procuradores de justicia, ministros de la corte, gobernadores y alcaldes. Y detrás de todos ellos, los banqueros, los empresarios, no pocos industriales que se tragaron el cuento de que ahí venía la horda perredista a arrebatarles aquello que ganaron algunos con el sudor de su frente y otros con el de sus notarios y asesores bursátiles.
Hoy el panorama no es muy distinto. Otra vez la izquierda atisba un resquicio en el sistema, la posibilidad de conseguir las posiciones de poder desde donde modificar este entorno viciado y habitado por la injusticia, el desprecio y el abuso, y por eso otra vez el infundio, la calumnia, la mentira aparecen en lugar de los argumentos y el respeto, porque la desesperación del régimen no es la pérdida del poder, sino que lo obtengan aquellos que sistemáticamente cuestionan y se oponen a la desigualdad, al privilegio de unos pocos que significa el perjuicio de los muchos, a esa demencial política gubernamental que durante treinta años se ha dedicado a socializar las pérdidas pero nunca democratizar las ganancias.
Pero no hay que olvidar que la infamia nace de la desesperación. Y que en la democracia no hay guiones que valgan.
Aunque se pague una fortuna por ello.
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