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“Cariño que dios
me ha dado...”
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“Cariño que dios me ha dado...”
Carlos Bonfil
Una de las múltiples sentencias que contiene Las leyes del querer alude a la perdurabilidad de las películas que interpretó el ídolo popular Pedro Infante. Carlos Monsiváis, autor del libro, dice, y apenas tendría sentido refutarlo: “Un film fracasa cuando ya no se continúa exhibiendo en la mente del espectador.” En el caso de las películas de Infante, de modo especial los títulos que dirigió su director predilecto, Ismael Rodríguez, cintas hechas totalmente a la medida del personaje, como la trilogía Nosotros los pobres, Ustedes los ricos y Pepe el Toro, o los encendidos melodramas rurales La oveja negra y No desearás la mujer de tu hijo, por mencionar sólo títulos imprescindibles, asistimos desde su estreno a finales de los años cuarenta a un clamoroso éxito, luego a su programación continua por televisión, más adelante a su auge con la masificación del video y a su rescate en video digital desde hace más de una década. ¿Cómo explicar el fenómeno de la perdurabilidad del mito? Por mucho tiempo al autor de Escenas de pudor y liviandad el personaje de Pedro Infante le fascinó más que ningún otro. Entre sus personajes predilectos del cine mexicano de la época de oro figuraban, en un lugar muy destacado, los cómicos Germán Valdés Tin Tan, Joaquín Pardavé, y con mucho entusiasmo pero con reservas muy firmes, el mimo Mario Moreno Cantinflas. Monsiváis jamás dejó de señalar la necesidad de rescatar y ubicar en su valía extraordinaria a varias de las llamadas segundas figuras del cine mexicano, muchas de las cuales brillaban en papeles cómicos y a menudo se volvían, sin suponerlo ellas mismas, lo más memorable de una película: Consuelo Guerrero de Luna, Oscar Pulido, Fernando Soto Mantequilla, Fanny Kaufman Vitola, Conchita Gentil Arcos, Dolores Camarillo Fraustita, y un largo y muy vociferante etcétera. Monsiváis hizo un repaso de la trayectoria y significación de cada uno de estos actores de existencia episódica y fulgurante, y también escribió de modo insistente a propósito de las luminarias del cine de los años cuarenta y cincuenta, Dolores del Río, María Félix, Columba Domínguez, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, Arturo de Córdova. En su libro Los rostros del cine mexicano se aplicó a analizar la carga mitológica de los comportamientos imperiosos, los arrebatos melodramáticos y los trances hipnóticos en la mirada de todas estas figuras cuyo conjunto él denominó museo facial del pueblo por su arraigo persistente en el inconsciente colectivo. Los retratos que de estas estrellas ofrece Carlos Monsiváis poseen una agudeza crítica poco acostumbrada en el ámbito periodístico. Son a la vez el registro puntual de una personalidad artística y sus múltiples facetas, pero también la radiografía de toda una época.
El periodista accede muy pronto, por la brillantez de su prosa, a la categoría de escritor de primer orden, y de ahí transita al cometido que más le interesa, ser el cronista atento de un fenómeno siempre vivo, y también el guardián de una memoria histórica que él considera indispensable preservar del desgaste y de la indiferencia de los tiempos globalizados. Los escritos sobre cine mexicano los multiplica Monsiváis en sus ensayos para el suplemento La cultura en México, de la revista Siempre!, pero también en todas las publicaciones a su alcance. Aunque en repetidas ocasiones se le sugiere la conveniencia de reunir estos ensayos en un solo libro, siempre opone una gran reticencia crítica argumentando que no poseen la calidad deseada o la estructura que mejor les conviene, y que dicha tarea habrá de postergarse por un tiempo indefinido. El investigador que hoy intenta reunir todo lo que Monsiváis escribió sobre cine debe acudir a los ensayos ya canónicos, al apartado sobre cine nacional en el libro La cultura mexicana en el siglo XX, publicado por El Colegio de México, a los ensayos incluidos en los volúmenes de Amor perdido o de Escenas de pudor y liviandad, en A través del espejo, el cine mexicano y su público, a los múltiples prólogos, presentaciones o ponencias, o a los valiosos retratos fílmicos que propone en la revista Intermedios, de existencia demasiado breve.
Esta misma dispersión de los ensayos fílmicos escritos por Carlos Monsiváis, nos permite hoy apreciar la importancia que atribuyó a Pedro Infante, la única figura de nuestro cine a la que dedicó un volumen entero, Las leyes del querer. Antes de acometer la tarea de su redacción, el cronista esbozaba ya en su ensayo Mitologías de cine mexicano este retrato:
Pedro Infante, el mito culminante del cine mexicano, se maneja con excelencia en el tránsito múltiple: de lo rural a lo urbano, del temple del caudillo a la valentía capaz del llanto, de la generosidad del bandido social a la simpatía del humilde carpintero. Para sus fanáticos (casi todos) Pedrito es un puente de entendimiento entre lo viejo y lo nuevo, la biografía irrealizable de la colectividad.
Carpintero, agente de tránsito, bandido generoso, ranchero, mecánico, indígena desconfiado del “castilla”, boxeador, hombre del pueblo, Pedro Infante, el “Pedrito” del recuerdo masivo, se interpreta a sí mismo en cada película y usa de sus características (reales e ideales) como método de actuación. De Cuando lloran los valientes a El inocente, de Ustedes los ricos a Escuela de vagabundos, de A. T. M. a Tizoc, de Los tres huastecos a La tercera palabra, Infante despliega su repertorio de-lo-entrañable: él es querendón, emotivo hasta el encontronazo con la vida, monógamo y polígamo, religioso y parrandero a sus horas, al borde de la canción y el desafío a muerte, redimido por las circunstancias, buen hijo, buen padre, buen amigo y, sobre todas las cosas, genuinamente simpático. Ismael Rodríguez, seguramente el cineasta que mejor entendió la dimensión y las potencialidades del personaje, supo lo que hacía al situarlo indistintamente en la ciudad y el campo. Esto es básico en la mitología de Infante: él pertenece al mundo anterior a las fronteras tajantes.
Foto: Rodolfo Angulo |
El retrato muy certero que hace Carlos Monsiváis en 1992 de la figura de Pedro Infante anuncia lo que dieciséis años más tarde será el estudio exhaustivo y riguroso que el autor titula Las leyes del querer en referencia al sentimiento revanchista en la canción titulada “Cuando el destino”, de José Alfredo Jiménez. En él se aplica a revisar, corregir, aumentar, en ocasiones a contrariar, las informaciones básicas que circulan sobre la genealogía del mito, desde la infancia del futuro actor y cantante en su natal tierra sinaloense, en Guamúchil, donde le gustaba a Infante ubicar su origen, o en Mazatlán, como lo confirma su sobrino José Ernesto Infante Quintanilla en su libro de 2006, Pedro Infante, el ídolo inmortal, hasta los difíciles inicios de su carrera artística en una Ciudad de México primero hostil, luego entrañable. Monsiváis acomoda muy a su gusto la cronología de la residencia terrenal del ídolo. Comienza por el final, ofreciendo una notable crónica del sepelio multitudinario en abril de 1957, describiendo la comitiva monumental que acompaña a los restos del actor hasta su última morada en el Panteón Jardín, “más de dos mil automóviles cargados de ofrendas florales” y el acompañamiento, acota Monsiváis, “de una multitud que se vierte sobre la multitud que se derrama sobre la multitud”. Se trata de una descarga colectiva pocas veces vista que informa del fervor popular que suscita la desaparición del icono entrañable.
Entre las múltiples explicaciones, todas azarosas, todas verosímiles, de esta popularidad sin parangón alguno en el cine nacional, Monsiváis destaca el grado de identificación de Infante con el pueblo, único y último destinatario de toda su simpatía. A él se dirige de modo casi exclusivo cuando ha agotado ya las posibilidades de entretener a las clases acomodadas en los cabarets de moda, en los salones del hotel Reforma, en el Waikikí o en el Ciro’s, cuando ha agotado el repertorio y los recursos y los gestos seductores del crooner versión local de Frank Sinatra. Es en el Waikikí, lugar ya mítico, donde Pedro Infante se gana la vida antes de irrumpir de modo definitivo y perdurable en el cine mexicano, ensayando ya no el bolero romántico y meloso, sino esa modalidad especial que muy pronto eleva él a una categoría privilegiada, el bolero ranchero que, según Monsiváis, es “la música que a los migrantes les promete la continuidad de sus gustos en la gran ciudad”. No es otra cosa la melodía “Amorcito corazón”, de don Manuel Esperón, himno jubiloso de todas las vecindades.
Los productores de cine, y la intuición extraordinaria de director Ismael Rodríguez, ubican a la estrella naciente en el escenario que reúne el mítico lugar de los orígenes, el campo, el rancho, la hacienda, y el vertiginoso punto de llegada, la ciudad, la capital, la urbe de la muchedumbre inabarcable. Pedro Infante comparte, con miles de sus semejantes, las penurias y satisfacciones de sobrevivir en la capital luego de haber abandonado el rancho. El muchacho de Guamúchil multiplica sus mudanzas en la ciudad ajena que él se apropia con desenvoltura y gracia; pasa de los cuartos muy humildes donde se alimenta de tortillas y café aguado, a un departamento en Reforma, y más adelante a su casa propia llena de lujos, donde recibe a sus familiares atónitos por la prosperidad alcanzada, por el tránsito espectacular de la miseria a la cumbre.
"La mirada de Monsiváis en
Nosotros los pobres, la cinta
más emblemática de Pedro
Infante, es tan aguda como
certero el oído de los guionistas
de Ismael Rodríguez,
que no sólo captan el habla
popular, sino que crean las
atmósferas." |
La mirada de Monsiváis en Nosotros los pobres, la cinta más emblemática de Pedro Infante, es tan aguda como certero el oído de los guionistas de Ismael Rodríguez, que no sólo captan el habla popular, sino que crean las atmósferas y las situaciones límite donde los protagonistas se mueven a sus anchas, Pepe el Toro, en primer término, alma de la vecindad y depositario final de todas las desgracias, triunfador moral desde el primer hasta el último rollo de la cinta. El estreno de Nosotros los pobres en el cine Colonial en marzo de 1948 tiene un éxito clamoroso, y aunque sólo permanece en cartelera cinco semanas (lo que no es entonces poca cosa), su carrera posterior en los cines de barriada le gana adeptos innumerables. A Infante se le identifica por sus canciones, por su apostura y su condición atlética, por las anécdotas y las leyendas que a diario surgen y definen y distorsionan y realzan al mito popular, galán muy accesible de todo un pueblo, como no puede serlo, ni lo intenta ser, el varón criollo todo galanura de charrería que es Jorge Negrete. En Las leyes del querer, Monsiváis compara, opone, complementa a las dos figuras máximas de la gallardía fílmica nacional, y en la contienda triunfa siempre Infante, porque es a él a quien el pueblo reserva la aplanadora de sus sufragios. Pedro Infante no es sólo el inmenso arquetipo Pepe el Toro, aunque de haberse limitado a serlo, el impacto habría sido igualmente sólido.
A más de cincuenta años del fallecimiento del gran ídolo, sus películas y sus canciones, el aura mítica de su personaje público, acumula tantos anacronismos como motivos de encariñamiento. Nadie imagina ahora, por supuesto, la sumisión de un hijo a un patriarca tan déspota como Fernando Soler en La oveja negra, ni tampoco la gracia, picardía y los enredos de sentimentalismo viril que despliegan las tramas de A. T. M. y Qué te ha dado esa mujer. La idealización moral de la miseria, tan presente en la trilogía de Nosotros los pobres no resistió a la demoledora empresa de desmistificación de Los olvidados, de Luis Buñuel, en 1950, cuando el cine mexicano descubría, con escándalo, que los pobres podían compartir con las clases acomodadas capitales parejos de simulación y mezquindad moral. Lo que subsiste, sin embargo, y eso lo anota con acierto Carlos Monsiváis, es el poderío del mito que sobrevive a sus exégetas fatigosos, y que con todas las irregularidades y grandezas del caso encarna una parte esencial, muy vigente y nada desdeñable, de la cultura popular mexicana.
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