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Foto: Rogelio Cuéllar/
archivo La Jornada
Esta entrevista, totalmente inédita durante veinticuatro años, se verificó en junio de 1988: aires de campañas presidenciales electrizaban el ambiente: las de Clouthier, Salinas y Cárdenas. Celebrada en aquel año clave –del neocardenismo y un neopanismo con Clouthier a la cabeza–, si bien es una crónica conversada de los acontecimientos políticos y culturales de la década, también es un breve pero ilustrativo y convincente itinerario periodístico y literario del siglo XIX y aún más sobre el siglo XX desde las órbitas temáticas distintivas del escritor Carlos Monsiváis: la crónica de la crónica, la ironización del poder y la clase política, las culturas populares (las tradicionales y la industrial), la crítica a las izquierdas desde la izquierda, la sociedad civil, el feminismo y las minorías sexuales, la tolerancia, los movimientos políticos y culturales todos: casi desde el Éxodo de Moisés a la Perestroika. Así era Monsiváis. Su inconfundible estilo, que aquí actúa oralmente, es garante de la amenidad de esta conversa. Está comenzando febrero, Víctor Ronquillo y yo platicamos en el tercer piso de la Torre Latinoamericana y caemos en la cuenta de que este año Monsiváis cumplirá cincuenta de edad. “Estaría bien hacerle una larga entrevista acerca de toda su trayectoria.” “Yo se la hago”, dije. “Ora, para México en la Cultura, yo le digo a Taibo II”, dice Ronquillo. “Sale.” Comienzo a diseñar la entrevista y a recopilar materiales. Ya estamos en marzo y le hablo a Monsiváis. “¿Una entrevista sobre qué? ¿Quién la va a publicar?” “Taibo II, pero quiero una entrevista larga, necesito dos sesiones.” “¿Por qué no mejor me explicas bien qué quieres hacer?”, dice, y me cita en su casa en una semana. Llego preparado para la entrevista. “¿Cuál es la idea?” Quiero hacer una retrospectiva de tu actividad periodística, política, cultural y literaria.” “No, no, no.” Lo discutimos brevemente y se niega: “No, no tiene caso.” Entonces me dice que acaba de publicar dos libros: Entrada libre y Escenas de pudor y liviandad y que hablemos de eso, me los da y me dice: “Léelos por favor y me llamas.” La entrevista se va hasta junio. Llega el día, nos sentamos en el sector principal de su biblioteca: siete mil libros. “Te pareces a los de Televisa”, me dice. “¿Por qué?” Me saco de onda porque estoy participando en la campaña de Cárdenas, a quien ya se sumó Heberto Castillo. “Porque usan libretita y grabadora, chambean con las dos.” Se ríe. “Sí. Es necesario.” “Soy todo oídos”, me dice. Y no me lo repite, enciendo la grabadora y agarro mi “libretita”.
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Monsiváis
o la cornucopia
de un cronista
entrevista con Carlos Monsiváis
Abelardo Gómez Sánchez
–En la mayoría de tus textos hay constantes temáticas; una de ellas es la indagación, el acoso y la visión humorística de los mecanismos del poder en México y de sus personajes más representativos. ¿Por qué?
–Si intentas hacer crónica en México, el poder es inevitable porque ha ocupado casi todo el espacio de atención; con una sociedad civil tan débil, tan atomizada y tan carente de vías orgánicas de expresión, lo natural es que el poder ocupe vertiginosamente todos los espacios. Un poder tan difícil de examinar como es el pri, que por una parte representa la estabilidad y, por otra, la corrupción y el aplastamiento de las voluntades, la imposibilidad de la justicia social, entonces para mí entender el poder ha sido una tarea básica; uno nunca lo logra del todo, pero va consiguiendo así formas, fragmentos, jirones de ese tropel, a la vez tan congelado y tan en desbandada que llamamos el poder en México; creo que no se puede entender el desarrollo de la sociedad sin el PRI.
–¿Cuál es la tradición en México de la indagación del poder?
–Hay una tradición y la hay de muy distintas maneras. No es lo mismo la actitud de Novo después de la época de Cárdenas ante el poder, que la actitud de Elena Poniatowska, pero lo cierto es que siempre ha llamado la atención el México de la estabilidad. Los cronistas del siglo XIX no narraban el poder, se enfrentaban a la historia; el concepto que a ellos les importaba no era el poder sino el modo en que las acciones serían vistas por un juez implacable que era la historia, eso es lo que anima Memorias de mis tiempos, de Guillermo Prieto, la historia, y se enfrentaban a la sociedad que estaba surgiendo y a la que había que rodear, examinar, juzgar, ponderar, de diversas maneras pero, a partir del momento en que el PNR se convierte en la fuerza dominante de la conducta política, y en el orden dispensador de bienes y de males, creo yo que la atención al poder está en muchísimos escritores. Ciertamente quien comercializó e industrializó esa atención fue Luis Spota en su casi incontable serie de novelas sobre la conducta presidencial y los poderosos, pero no creo yo que Spota examine tanto los verdaderos mecanismos del poder como la anécdota y el rumor en torno al poder. Spota lo que hace es novelar el chisme, lo que está en los cafés, en las columnas políticas, etcétera; no se acerca al mecanismo real, sino a lo que está visible, el modo en que ese mecanismo encarna en las apetencias, las intrigas, las discordias, los golpes bajos, de un grupo de gente en la cúspide, que me parece que sólo es una parte, la más degradadamente visible, de los mecanismos del poder.
–¿Por qué la parodia o la caricatura prosística a propósito del poder y no explotar lo trágico? El tema tiene un amplio filón trágico.
–Sí, pero eso es cuestión de temperamentos. Yo, como buen paranoico, carezco de temperamento trágico; vivo tan a diario la tragedia que me agobia y que me acecha, que en el momento de escribir no pienso en ella porque ya está subsumida en la teatralización cotidiana, y mi perspectiva es la parodia y me gustaría que fuese la ironía, porque es el modo en que me entiendo más fácilmente, desde el punto de vista temperamental, con los fenómenos; no creo que esto sea una receta o vía única, simplemente creo yo que dentro de todo, la parte risible, grotesca, onerosamente humorística en las distintas formas del poder es tan vigorosa que uno no puede desperdiciarla.
–Tú has dicho que en México cada escritor inventa su tradición…
–Eso lo dice todo mundo…
–¿Eso fue lo que hiciste en tu antología A ustedes les consta?
–Aquí es inventar cada quien. Pero no, esa es una parte donde está una parte de la invención que me interesa, pero es una tradición más vasta como la de todo escritor. Rulfo se inventa la tradición del suizo Ramuz, de Faulkner, de José Guadalupe de Anda, la tradición oral de Jalisco, y selecciona de ahí lo que le interesa, y uno juzga muchas veces la tradición de Jalisco a partir de Rulfo y acaba siendo Rulfo precursor de aquello que lo antecedió. Yo pienso que Novo recurre mucho a Bernard Shaw, a Oscar Wilde, a Charles Lamb, que son gente que le entrega las técnicas, que son visiones de la prosa y concepciones del modo en que se puede verter lo que a él le interesa, y con eso está eligiendo una tradición. En mi caso, con la modestia debida, elegí una tradición que es muy diversa porque ya correspondía que lo fuera, no es únicamente literaria sino cinematográfica, radiofónica, con elementos del cómic, de la canción popular, porque ya era otro momento cultural; yo no podía ignorar a la Familia Burrón, tampoco a Wilde, a Shaw o Twain ni a Novo, ni a Guillermo Prieto ni a José Tomás de Cuéllar; entonces parece que es una tradición tan vasta que además se modifica tanto, que no tiene mucho sentido seguir hablando de las influencias; es un mundo demasiado complejo y animado como para fijarlo en dos o tres nombres.
–¿Cuál fue entonces el criterio de selección en la antología de crónica?
Foto: Alfredo Estrella/ archivo La Jornada |
–Bueno, los que me parecían importantes; es un criterio histórico, es una antología que pretende ser histórica; entonces estaban ahí los que me pareció que habían sido importantes, como formas, como autores, como estilos. Después de hacer la antología descubrí que había cometido varias injusticias y sobre todo que conocía, muy parcialmente, a algunos autores; después leí ya completa la crónica de Altamirano y descubrí que es mucho más compleja y variada de lo que yo presento; he leído después a José Tomás de Cuéllar, ya casi exhaustivamente y lo mismo me sucede; creo que la falta de disponibilidad de algunos materiales me hizo verlo como menos rico y menos importante de lo que es, y en lo que se refiere a las nuevas generaciones, algunos de los que incluí ya han dejado de trabajar y han surgido otros sorprendentes; en estos momentos la mejor crónica la hace Fidel Samaniego con la campaña de Carlos Salinas.
–Y por qué el corte en la generación liberal, en Manuel Payno y no incluir a grandes escritores como Cervantes de Salazar o Balbuena…
–No, porque me propuse que fuera la crónica de México como nación, en ese sentido la Colonia, con ser culturalmente muy importante como ya se ve, tenía que dejarla fuera, porque era la nación independiente lo que yo estaba estudiando, y en el virreinato a nadie le constaba lo que hacían los cronistas. Era una sociedad expulsada de la posibilidad del punto de vista.
–En la antología aparece Renato Leduc, quien en su “Advertencia” de Historia inmediata, al parecer menosprecia la labor periodística y también la crónica cuando dice que al género “le falta profundidad y le sobra superficialidad”; tú planteas lo contrario: a pesar de su condición efímera, puede ser literatura, no es subliteratura…
–Bueno, yo creo que Renato Leduc se menosprecio a sí mismo de un modo absurdo, como parte de su profundo antiintelectualismo; era tan antiintelectual que nada, de lo que tuviera que ver con las llamadas Bellas Artes y Humanidades, le parecía digno de consideración; la vida estaba en otra parte: en los cafés, en las corridas de toros, en la Revolución, en las prostitutas impetuosas, en el modo en que los políticos, los toreros y los cantantes y los periodistas embonaban y armonizaban entre sí, eso es la vida para él, él se veía como un fruto de la calle, como un producto de la vitalidad no amortizada, no degradada ni castrada por el intelectualismo. Entonces no le dio importancia a su poesía, que era excelente, y no le dio importancia a su crónica, que fue excelente en momentos; si bien Leduc escribió un periodismo muy banal y al final muy recurrente, tuvo grandes momentos de cronista; están en Historia inmediata, pero podrías hacer una serie con todo lo que él no recopiló. De manera que ahí hay una injusticia de alguien, que depende de la injusticia general con que ve el trabajo intelectual. Yo pienso que mucho de la crónica no es literatura por la rapidez; en el caso de Altamirano tú te encuentras ya muchísimo datado, fechado, pero encuentras páginas extraordinarias. De lo que se trata es de seleccionar y esto además le pasa a cualquiera, a novelistas, cuentistas, poetas; un autor se salva por las páginas fundamentales, no por el conjunto de su producción. Don Alfonso Reyes, que es uno de nuestros grandes escritores, cometió el inmenso error de proyectar sus obras completas, que siguen erigiéndose como la Muralla China entre él y sus lectores. No creyó en la antología, en la selección que le hubiere permitido llegar a las obras completas, pero el carácter totalizador de la propuesta, las obras completas, donde incluye la historia documental de sus libros, impide que en este momento sea el autor leído que debería ser por su originalidad, su prosa extraordinaria, su información, su amenidad, su elocuencia graciosa. Todo esto no está casi al alcance de los jóvenes por el epitafio marmóreo de las obras completas.
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