Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Casanova, libertad
y transgresión
Vilma Fuentes
Reflexiones de un
crítico creador
Ricardo Yáñez entrevista con Sergio Cordero
Efraín Bartolomé canta
Juan Domingo Argüelles
Los usos del lenguaje: nombrar para dominar
Clemente Valdés S.
Ígneo
Raquel Huerta-Nava
Musil, El hombre sin atributos y el filisteo burgués
Annunziata Rossi
Pasolini, pasión de poeta
Rodolfo Alonso
Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Enrique López Aguilar
[email protected]
The Beatles, un viaje personal (III DE IV)
En realidad, salvo la certeza de la canción mencionada (“And I love her”), no hubo muchos descubrimientos posteriores alrededor de The Beatles, sino los inducidos por comentarios descalificatorios de los sectores adultos (“son drogadictos”, “rebeldes sin causa”, “degenerados”, “no se sabe si son hombres o mujeres”, “se creen más que Jesús”), o los llenos de admiración por parte de quienes eran unos cinco años mayores de los que nacimos a mediados de los cincuenta (“son la neta”, “los jefes”, “maestros de maestros”, “profetas”, “están gruesos”).
Mi intento por aprender a tocar el violín durante aquellos años y el descubrimiento abismal de la mal llamada música “clásica” fueron suficientes para mantenerme desinformado acerca de lo que el grupo inglés hacía, además de que la radio todavía era “propiedad” de mis padres, pues escuchaban las transmisiones de ópera cada domingo por la tarde, en XELA (entre semana, mi madre escuchaba las radionovelas matutinas de la XEW mientras se encargaba de las “tareas del hogar”, antes de poner música clásica, al mediodía). 1967 fue un año memorable: el miércoles 11 de enero cayó la última nevada en Ciudad de México; salió a la venta, tres años antes de la ruptura del grupo, ese álbum impar, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band; y pasé a la secundaria, donde el encuentro con The Beatles sería inevitable y definitivo.
No sólo la radio se “democratizó” en casa alrededor de 1968 (llegamos a escuchar en familia, por Radio Universidad, las obras radiofónicas en las que se proponía una reflexión paródica de los actos represivos del diazordacismo), sino que sus canales se abrieron hacia otras músicas, incluida la inevitable Hora de Los Beatles y cosas como Beatles contra Monkeys, Beatles contra Creedence, en una especie de competencia inútil donde el público intervenía “con el favor de su votación”. Y de ahí pal Real: ya no hubo cafeterías para desayunar o merendar donde no ocurriera que, en su momento, se transmitiera por completo el popurrí del lado B de Abbey Road, ya sin Santo y Johnny, sin cortes comerciales ni rocolas.
Así fue que, al entrar a la secundaria, los nuevos compañeros se sabían de memoria las canciones debidas e indebidas de The Beatles y, además, algunos profesores progresistas daban sus clases de inglés utilizando canciones del cuarteto liverpooliano, cosa que producía un atento silencio que contrastaba con los esfuerzos del profesor de música (fagotista de la Orquesta de la OFUNAM), quien no lograba impedir el extraño sopor que invadía a sus alumnos en cuanto nos hacía cantar música de Schumann, en la clase de canto, o nos hacía escuchar Los preludios, de Liszt, y la Novena, de Bruckner. Ya eran los sorprendentes días de “Strawberry fields” y “The fool on the hill.”
Aún no contaba con la perspectiva suficiente para entender que, en la evolución de The Beatles, eran más o menos visibles tres etapas de maduración: pongamos por caso, la primera, representada por “Love me do” y toda esa “alegría rocanrolera” que fue cediendo el paso a obras más reflexivas y propositivas como “Norwegian wood”, “Eleanor Rigby” y “Nowhere man”; luego, la etapa de plena madurez representada por los discos transcurridos entre el Sargento Pimienta y Abbey Road, que vio florecer con brillante protagonismo a George Harrison, autor de “While my guitar gently weeps” y “Here comes the Sun.”
Claro que nada de eso se sabía en 1967, año donde todo era esperar y cantar, pues The Beatles tenían la costumbre de publicar un disco por año, alrededor del mes de octubre, con lo que sus fans aguardaban las novedades por venir, incluido el desciframiento acerca de si de veras era cierto que Paul McCartney se había muerto y los otros tres mantenían oculta esa terrible información. Los enterados decían: lee atentamente la letra de “A day in the life”, ahí se cuenta todo en las dos primeras estrofas: “I read the news today oh boy/ about a lucky man who made the grade/ and though the news was rather sad/ well I just had to laugh/ I saw the photograph.// He blew his mind out in a car/ he didn’t notice that the lights had changed/ a crowd of people stood and stared/ they’d seen his face before/ nobody was really sure/ if he was from the House of Lords.”
Eso significaba que Paul, nombrado caballero inglés por la reina Isabel, se había matado en un accidente de tránsito por no haberse percatado de una señal, versión desmentida con la ruptura del grupo, en 1970, y con las muertes reales de John Lennon y George Harrison en 1980 y 2001, respectivamente.
(Continuará)
|