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Ana García Bergua
Paisajes de infancia
Qué lugar entrañable, aquel país de gigantes del que somos expulsados al crecer. Extraño las escaleras negras del edificio que me parecían tan enormes, las habitaciones en las que había lugar para todo, y especialmente lo que no estaba ahí, lo que era anhelo: unos Juegos Olímpicos en los corredores, un campamento o una nave espacial en el clóset, el sueño oriental de un patio de mosaicos al que nunca pude entrar, un columpio solitario bajo la lluvia en el patio de la vecina. También añoro la mirada siempre cercana, como si uno mismo fuera una lupa, del mundo y de las cosas, el que nadie me exigiera tener perspectiva ni discriminar: podía ver a mi padre afeitarse durante horas –un espectáculo como cualquier otro, ni mejor ni peor que la televisión y a veces mucho más interesante–, estudiar a los caracoles y las catarinas rojas, quitarle una pata a una mosca con la necesaria indiferencia, sufrir por la ilustración misteriosa de un libro de los hermanos Grimm que representaba a un hombre con una capa de un aterciopelado azul oscuro, memorizar las losas inclinadas de la cuadra para lanzarme por ellas en el momento más glorioso de la vuelta en bicicleta, el suelo siempre tan cerca, tan presente, tan lleno de cosas extrañas: hojas secas para aplastar con los pies, a veces alguna moneda, un chicle, un muñequito abandonado, una huella que alguien había dejado cuando el cemento estuvo fresco y que calzaba con nuestro pie. Y las caras de algunos perros. O saltar durante horas en la cama, calibrando la posibilidad de llegar a la lámpara en un brinco, el vuelo que en el fondo parecía algo posible, cuestión de esforzarse, de saltar cada vez más alto, el vértigo y el deleite del aire por el aire. Y los terrores tan sólo conjurados por las suaves patas de los gatos.
El mundo era un parque extraño, la civilización de los grandes siempre era agreste para los niños y la materia, incluso antes de saber nada sobre Einstein, algo relativo, un obstáculo no siempre insalvable, que se podía convertir en cualquier cosa. Si podíamos nadar en las albercas, ¿por qué no, por ejemplo, en un mar de dulce rojo de sabor frambuesa?, ¿por qué no meterse a la fuente del parque y quedarse a vivir con los patos?, ¿por qué no escalar los edificios, caminar de cabeza por el techo?, ¿por qué no prolongar hasta el infinito el vuelo de los columpios hacia la cima del cielo y la caída sin freno de la resbaladilla hacia las rocas del centro de la Tierra? Todo era importante y nada era lo importante. Lo importante, si acaso, era estar ahí, conseguir los materiales y el escenario de aquel juego perpetuo que la escuela, a su modo, se esforzaba por hacernos ordenar de alguna manera para que entendiéramos que la vida, en realidad, es dura, que los niños éramos crueles, que los maestros eran seres impredecibles y las obligaciones tan desérticas como ineludibles. Que los cables, las polillas, los pies mojados en los charcos los días de lluvia no eran sólo parte de un planeta misterioso. La disposición de los patios escolares con su imperativo de orden quitaba lo enigmáticas a aquellas cosas que habían sido tan cercanas y el piso se alejaba de los pies, mientras el sol disminuía y agigantaba nuestras sombras jugando en rehilete.
El regazo de la madre y el calor de la familia amortiguaban un poco la triste revelación, prolongaban en la medida de lo posible aquel paisaje infinito, arrecife de calles, raíces de árboles a flor de piel y pájaros, paraíso accidentado en el que, de pronto, dejábamos de caber, como Alicia en la casa de la lagartija, y mientras veíamos salir nuestros brazos y piernas por las ventanas, algo se cancelaba con una nueva revelación, terrible y excitante a la vez. Y habíamos olvidado la llave para volver a entrar. De repente, un buen día aquellos paisajes ya no eran tan interesantes.
Hace poco, recorriendo la calle de Benjamín Franklin, una de mis calles de infancia, buscaba aquellas grietas, aquellos escalones, casas y colores, unas cabezas de león que adornaban las paredes del viejo correo junto al cine Lido, y regresé a la entrada de mi edificio con las enormes escaleras negras que se achicaron para siempre. Pensé que ya todo se había ido, ese territorio de la infancia, pero en realidad, me di cuenta, soy yo la que se fue. Y lo que permanece se ha vuelto irreconocible para el gigante que soy en relación con mi infancia con sus tardes soleadas, que diría don Alfonso Reyes, ese sol con sueño que sigue a los niños.
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