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Hugo Gutiérrez Vega
Discurso para Miguel León Portilla
Foto cortesía: dgcs.unam |
Sucede a veces, y ésta es una de ellas, que la persona premiada supera a la persona cuyo nombre lleva el premio. Esta circunstancia es placentera, pues el galardón se ve honrado y consolida su prestigio gracias a la calidad humana y al valor intelectual de los premiados.
Muchas gracias a Miguel León Portilla por aceptar esta presea; muchas gracias a mi alma mater, a su rector y a sus consejeros por haberla instituido, colaborando así al proceso de humanización de un país destrozado por la violencia y por la miseria.
Ahora unas cuantas palabras sobre nuestro maestro y tlatoani de esa historia que dio brillo a los ilustres pueblos originarios de nuestra nación. Desde la atalaya de su seminario sobre cultura náhuatl, Miguel León Portilla sistematizó el estudio de los pueblos del altiplano central y de otras etnias igualmente importantes y creativas. Su paso por el Instituto Indigenista Interamericano enriqueció los estudios sobre lo que Neruda llamaba nuestros “padres procesales”, y desde su puesto de embajador de México ante la Unesco reivindicó la historia y el arte de nuestros pueblos; defendió las lenguas en peligro de desaparición y evitó las posturas paternalistas para inaugurar una época de respeto y de admiración por las naciones indígenas.
Un libro deslumbrante, Visión de los vencidos fue mi puerta de entrada al mundo descubierto por Miguel León Portilla. Sus antecesores fray Bernardino de Sahagún, fray Toribio de Benavente y otros estudiosos de la cultura indígena, incluyendo al destructor y más tarde arrepentido fray Diego de Landa, así como al ilustre canónigo Ángel María Garibay, han sido objeto del estudio generoso y objetivo de nuestro sabio maestro. Recuerdo un verso de la visión del pueblo derrotado: “Fue nuestra herencia una red de agujeros.”
Todo indica que esas desgarraduras nos siguen afectando y que nuestros indígenas son extranjeros en su propia tierra.
Leo con admiración sus versiones de los cantares mexicanos. Son respetuosas y tienen el valor de una tarea de rigor científico, pero al mismo tiempo nos abren las puertas de un mundo poético de incontrastable emoción y de apasionada fuerza lírica. Con razón Gabriel Marcel, ante un cuicatl del tlatoani Netzahualcóyotl, descubrió una premonición del pensamiento existencialista, pero debió agregar las flores que enamoran a nuestra cultura ancestral. “El pueblo mexicano tiene dos obsesiones: su gusto por la muerte y su amor por las flores”, dice Carlos Pellicer.
Gracias de nuevo, maestro, por aceptar este premio que celebra su pasión por la historia de México, pero, sobre todo, su valerosa defensa de nuestras naciones indígenas, que han visto sus derechos conculcados, que son objeto de tantas vejaciones y humillaciones, que sufren una miseria agobiante y padecen la falta de respeto a sus lenguas y a su cultura. Por todo eso este premio se honra y engrandece.
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