Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de septiembre de 2011 Num: 864

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Dakar
Francisco Martínez Negrete

Las fuentes Wallace
Vilma Fuentes

Mayúsculo que
es minúsculo

Emiliano Becerril Silva

De formato mayor
Juan G. Puga entrevista
con Pablo Martínez

Ricardo Martínez,
un proceso creativo

Ricardo Martínez
nos observa

Juan G. Puga

El error cultural y las facultades musicales
Julio Mendívil

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Fuente Wallace ,1872

Las fuentes Wallace

Vilma Fuentes

La necrología de los diarios, el ruido sordo de las paletadas de tierra que caen sobre el ataúd al fondo de un hoyo, o peor aún, la espera, con un forzoso rictus de pesadumbre mientras transforman en cenizas los despojos de una persona, llevan a preguntarse, con un dejo de ironía propia al destino de los hombres, si su fallecimiento no es una verdadera suerte para el desaparecido. Cuántas contrariedades, si no tristezas y, más doloroso aún, cuántos sufrimientos físicos, más reales, no le evitó la muerte. Muerte prematura, así calificada por los sobrevivientes, quienes creen lanzar un sortilegio contra la suya al decir que el difunto hubiese debido gozar de una mayor lapso de tiempo para mostrar al mundo sus virtudes. Pero, ¿cuántas veces la desaparición temprana no evita un triste paso a la Historia, paso al cual es preferible el llanto de sus todavía jóvenes contemporáneos? Muy pocos son los escogidos que gozan la suerte de pasar a la gloria sin morir, como deben morir los héroes, en plena juventud.

El desafío a la muerte es, desde luego, temerario. Apuesta de jugador entre la inmortalidad y la desaparición. André Breton, en su Anthologie de l’humour noir, escribe que el marqués de Sade, “hace un llamado, con una más dramática esperanza que cualquier otro, al juicio de la posteridad”, cuando ordena en su testamento que su ataúd sea colocado en una fosa de su propiedad de Malmaison: “La fosa una vez recubierta, se sembrarán encima bellotas, con el fin de que, más tarde... las huellas de mi tumba desaparezcan de encima de la superficie de la tierra, como me jacto de que mi memoria se borrará del espíritu de los hombres.”

El anhelo de perdurar en la memoria de los hombres no significa necesariamente un escepticismo en el más allá, acaso una duda. Este anhelo toma diversos caminos según las cualidades del individuo. Dictadores, monarcas, jefes de Estado, intentan reescribir la Historia, con la ayuda de escribanos oficiales, para introducirse en ella de manera subrepticia. Intentos inútiles. La Historia la escribe el tiempo. Así, incluso un victorioso revolucionario que se eterniza en el poder, en vez de morir con los laureles de la gloria, pierde los beneficios de su triunfo.


Fuente Wallace en la actualidad

Rompecabezas de muchos hombres de poder, como de dinero, es el paso a la posteridad. Cuando se obtiene el poderío del poder o del dinero, brota sinuoso el virus de generación espontánea que incita a intentar el salto mortal para acceder al ingreso en un diccionario histórico. Salto sin redes que necesita entrenamiento si no se quiere caer al vacío y perder a la vez vida e inmortalidad. Más vale, quizás, refugiarse, si no bajo las acogedoras sombras del olvido definitivo, al menos en el tibio claroscuro de un monumento o un objeto que, después de su muerte, lleve el nombre de su creador. Aquí comienzan otros motivos de reflexión para el presunto inmortal. Sobre todo cuando ve las gigantescas estatuas de sus colegas “liberadores” y “padres de la Patria” pisoteadas, a su caída, por el gentío. Más astutos, otros mandatarios deciden imprimir su huella en el trazo y la arquitectura de las ciudades a su alcance. Dejar su nombre a avenidas, bibliotecas, museos, zoológicos. O, como Vespaciano, a los urinarios.

Ni en las dictaduras ni en las democracias las cosas son fáciles para los aspirantes a la inmortalidad. Todo mundo cree tener derecho a opinar en una democracia sobre las grandes obras o los más pequeños trabajos que puedan cambiar el aspecto de una oscura callejuela. Sin contar que, no en pocas ocasiones, las decisiones no son siempre las mejores ni las más adecuadas. Pueden, incluso, obedecer a principios estéticos respetables y no convenir a la vida de la ciudad. El presidente francés Georges Pompidou, por ejemplo, gran aficionado de la modernidad, hizo construir el Museo de Arte Moderno que lleva su nombre, pero que los parisienses prefieren llamar Beaubourg, para evitarse la urticaria que les causa la intrusión de la política en la vida diaria. Entusiasta, ante el éxito mundial de la arquitectura del museo que muestra coloreadas sus entrañas, Pompidou sueña con autopistas urbanas que obedezcan al último grito de la moda. Entubar el Sena, para construir encima una carretera, es su último y, por fortuna, fallido proyecto. La muerte le evitó pasar a la Historia como el Nerón de París.

Más modestos, los filántropos dan su nombre a la donación de un objeto útil a la población. Ni modo si el señor Poubelle pasa a la historia como el nombre de un basurero. Lord Sandwich como una torta. La más bella ilustración de un nombre dado a una obra es la instalación, en París, de las célebres fuentes Wallace, las cuales participan en la reputación de la ciudad Luz con el mismo mérito que la Torre Eiffel o los poulbots de Montmartre.

Sir Richard Wallace fue un hombre poseedor de una gran fortuna y un filántropo. Durante la guerra de 1870 fue testigo de los horrores de la guerra y de la miseria que cayó sobre Francia. Los pobres, siempre primeras víctimas de estos desastres, no podían encontrar, sin pagarla muy cara, el agua indispensable para sobrevivir. El filántropo tuvo la idea de hacer construir en toda la ciudad fuentes alimentadas con agua potable, puestas gratuitamente a disposición del pueblo. Wallace desconfiaba del alcoholismo tanto como se conmovía al ver a los pobres sin acceso a este alimento vital: el agua.Debido a su amor por la ciudad de París, no quería desfigurarla con la edificación de estructuras feas o llamativas. El mismo dibujó las fuentes y confió el proyecto a un escultor, Charles-Auguste Lebourg, para aliar lo estético a lo útil: cuatro cariátides elegantes bajo una pequeña bóveda, de cuyo centro cae un chorro de agua.

En la calle de la Bûcherie, frente a la célebre librería de nuestro amigo Georges Whitman, Shakespeare and Co, se encuentra una de las magníficas fuentes Wallace: dos bienhechores conviven frente a Notre-Dame.

La bella palabra “filántropo”, ¿existe hoy en México?