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Memorias y exilio: Enrique de Rivas
El de las memorias es un género literario poco frecuentado por los escritores de lengua española, a diferencia de los autores ingleses y franceses, quienes parecen buscar una extensión adicional de sus otros ejercicios narrativos, ensayísticos o poéticos para explorar el misterioso territorio de los recuerdos. Y no es que –como pudiera creerse– se trate siempre de vidas excepcionales, aventureras y pintorescas las que pretenden historiarse en ese género, como la de Casanova, sino que puede ocurrir que la materia memorística sea la peripecia intelectual, el viaje espiritual, o la recreación de momentos de una vida “individual” por naturaleza… (No sé si llamar “memorias” al voluminoso Borges, de Bioy Casares, porque tampoco me parece una biografía y, en todo caso, ni como memorias ni biografía está a la altura de Borges y Bioy.)
Dentro de lo raro que es la aparición de memorias en lengua española, ahora se suma otra rareza: la de tener a la vista un grupo de memorias escritas por poetas y narradores hispanomexicanos (es decir, los hijos de los españoles que se exiliaron como consecuencia de la Guerra civil) pertenecientes a los tres grupos que dan forma generacional a sus autores. Tengo a la vista los siguientes libros: Por el mundo (2007) y De mal asiento (2010), de Carlos Blanco Aguinaga; Cuando acabe la guerra (1992), de Enrique de Rivas; Castillos en la tierra [Seudomemorias] (1995), de Angelina Muñiz-Huberman; y Una infancia llamada exilio (2010), de Federico Patán. Cada autor propone un acercamiento diferente y en eso casi se cae en el hecho perogrullesco de afirmar que resulta inevitable la individualidad estilística, pero también es cierto que el género obliga a hechos evocativos, muchos de ellos remontados hasta la infancia, con lo que hay una “rigidez” estructural y temática que no tienen la novela ni el cuento.
Enrique de Rivas |
En la forma como cada autor enfrenta su propia memoria está la miga con que se tienta el interés del lector. Enrique de Rivas (Madrid, 1931) dedica la primera mitad de Cuando acabe la guerra a la evocación del mundo español de la infancia, interrumpido por el golpe de Estado fascista. Como se trata de años infantiles, De Rivas evita la alusión a nombres propios y referencias históricas para enfocar todo desde la perspectiva de un niño, con una mirada concentrada en imágenes y circunstancias propias del interés de esa edad. La segunda parte del libro se ocupa de los años posteriores a la llegada a México hasta los dieciséis años del autor: la narración cambia de ritmo y se vuelve más anecdótica, con alusiones reconocibles a un entorno historiable y una paulatina conciencia intelectual del protagonista.
El fin de la guerra del título no es el de la civil ni la mundial, sino el reencuentro familiar con Enrique de Rivas Cherif, padre del autor y funcionario republicano que había sido capturado por la Gestapo en Francia y remitido a una prisión española. Ese trasfondo del padre ausente es el meollo de las memorias. Cuando –de manera misteriosa y de milagro– ocurre la liberación del padre en España, concluye el impulso de las memorias, aunque haya muchas otras materias anecdóticas, como la relatada en el último capítulo, donde se menciona la batalla campal y callejera ocurrida en 1947 –en los alrededores de las fiestas patrias mexicanas– entre los alumnos del Instituto Luis Vives y los del Cristóbal Colón, que terminó con la intervención de los granaderos. Ese incidente también ha sido evocado por otro de los participantes de la batalla, José Pascual Buxó, en un ensayo titulado “Gachupinches y refugachos.”
Hago una precisión necesaria: el tema del padre ausente y prisionero en España es el leit motiv de las memorias de Enrique de Rivas, pero la sabiduría del autor consiste en hacerlo saber a los lectores mediante otras historias, anécdotas, fundaciones vocacionales y miradas a la vida familiar, a la vida de los refugiados en México y a la educación de la época, todo lo cual se va desgranando entre las páginas del libro para conseguir algo de efectos novelísticos: la construcción paulatina de una personalidad traducida en la presentación de un personaje que, inevitablemente, se llama Enrique de Rivas.
Cuando acabe la guerra se narra desde una primera persona del singular que, muchas veces, se traslada a la primera del plural. Nunca se tiene duda alguna acerca de la identidad del narrador y, como ocurre con toda crónica, la presencia del yo narrativo impone la creencia en sus palabras y permea la verosimilitud de la historia: “a mí me pasó esto y así lo cuento”.
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