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Ricardo Martínez,
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Ricardo Martínez
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El error cultural y las facultades musicales
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Ricardo Martínez nos observa
Juan G. Puga
Ricardo Martínez nació en una colonia céntrica de Ciudad de México, la Roma. Aprendió a amar a su país y a valorarlo desde un plano reflexivo, desprovisto de convencionalismos y de cualquier espíritu moralizante o nacionalista. Sus figuras son una evocación de un México sin edad, sin tiempo, sin memoria. Sus personajes son arquetipos de un mexicanismo más allá de los libros de historia, de las narrativas precortesianas o de los registros y crónicas autorizados. No pasa por alto el enorme acervo de datos históricos ni desdeña el arte prehispánico sino, por el contrario, lo observa atentamente, lo aprecia y lo aprovecha. Sus figuras poseen una característica sin registro en los anales de la historia de México; sus rostros, sus cuerpos sedentes, yacentes o erguidos, nos enlazan con la arcilla original de la creación, con el producto bruto de una región abrupta e inconquistable, con la naturaleza más pura del hombre y la mujer de México. La paz con la que descansan sus figuras, el amor que se prodigan sus parejas, el milagro de la maternidad, la sexualidad, el erotismo y la expresividad en sus grupos, sus personajes, sus volúmenes estáticos, en un estado de vida tal vez suspendida pero animados por el aliento divino de la luz y el color, nos inducen a ese su mundo atemporal y propio, dotado de una energía y una plástica sorprendentes.
Mudos, los cuadros de Martínez dejan la sensación de haber sido nosotros los observados, los evaluados; de ser quienes nos mostramos a ellos con todas nuestras interrogantes, dudas, juicios y apreciaciones, lo cual queda demostrado cuando, llenos de interpretaciones o de posibles respuestas, nos asomamos a los títulos de sus pinturas para que todo este diálogo interior provocado por la intensa emoción que despiertan sus imágenes, se disuelva dentro de nosotros.
Martínez logra que cada parte de su pintura sea un todo; si tomamos un fragmento, un centímetro cuadrado, nos puede decir tanto como el cuadro completo. Cada cuadro es sinfonía, danza infinita de color, ritmo, luz y armonía. La experiencia es completa, no requiere de intelectualizarla ni de interpretarla. El legado de Martínez nos invita a conocerlo y a conocernos mediante su pintura; sus imágenes nos devuelven a un pasado perdido, nos revelan una raíz olvidada y una naturaleza latente y desaprovechada. Hay que conocer la pintura de Martínez para regresar a ese nuestro yo, a la arcilla divina gestada en lo profundo de nuestro ser que nos hace conscientes del olvido en que ha caído nuestra identidad; que nos hace congraciarnos con nosotros mismos, con nuestros orígenes y con nuestros semejantes. Tal vez en el ejemplo de su vida de búsqueda infatigable, coronada por el hallazgo de un goce y un sentir tan especial, tan grandioso, que constituye el logro principal de su misión tan compleja y formidablemente consumada, encontremos la punta del hilo que nos conducirá a una aceptación de nuestra realidad, a un mejor entendimiento de la problemática cotidiana y a una concepción más positiva en la apreciación de lo genuinamente nuestro. También puede permitirnos reaccionar e indignarnos por lo que queda de nuestra nación, asumir el dolor de quienes han sufrido en carne propia la debacle de nuestro país y proponer un cambio en la apreciación de los problemas que a todos nos atañen, basados en el amor a México, en nuestra fe en su potencial humano y en esa, nuestra naturaleza, incomparablemente plasmada en los cuadros de Martínez, que nos hace enfrentar y salir airosos de cualquier obstáculo que se nos presente, por amenazante o aterrador que parezca.
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