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Los libros y el país
Ricardo Guzmán Wolffer
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Estado, educación y lectura,
Juan Domingo Argüelles,
Ediciones del Ermitaño,
México, 2011.
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Uno de los principales problemas del México contemporáneo: la educación y su relación con los libros. En un país donde el primer punto que sale en toda propuesta sensata para revertir la violencia es precisamente la educación, el papel de los libros y sus lectores surge como el inicio del cambio real. Este libro inicia por la pregunta básica: ¿en verdad le interesa al Estado mexicano tener lectores críticos y analíticos? Argüelles responde que no: si debe haber lectores, que lean la versión de las autoridades y para eso están los libros de texto.
El autor establece que los libros deben ser entendidos como un medio y no como un fin en sí mismos: leer mucho y buenos libros no garantiza ni la alegría, ni que el lector será mejor persona. Es claro que la lectura puede ser una herramienta insustituible, pero finalmente no habrá de resolver el problema del hombre y su proyecto de vida. De ahí que la lectura sea una imposición escolar: si no se plantea una verdadera opción al ciudadano mediante la lectura, sólo resta obligarlo a leer. Y con ello se enfila a los futuros no lectores a establecer que eso de tomar un libro y adentrarse en su contenido es algo superfluo que apenas por obligación habría que hacer. Muchos proyectos de lectura oficiales parecieran estar pensados para que los niños se alejen de los textos clásicos o para que eviten leer autores contemporáneos, si es que éstos no pasan el censor oficial o el de los distribuidores de libros. No es raro escuchar a los editores argumentar la no publicación de un libro, “porque no lo van a recibir” en tales tiendas. Muy lejos están los profesores de literatura (o de “español”, según el programa) de ser esos “auténticos seductores del libro” que se requieren. Las lecturas públicas suelen atraer público y muchos acuden con más curiosidad por la lectura misma que por el texto que se esté leyendo.
Conocedor de los programas “educativos” sobre la lectura, el autor establece razonadamente las faltas de los mismos y sus pocos resultados. Bastaría ver a un alto porcentaje de maestros y sus representantes sindicalistas para establecer que además del programa mismo, los instrumentadores apenas están a la altura de las necesidades del país. Por eso, dice el autor, no sorprende que ahora las autoridades nos salgan con que si los niños no leen es por culpa de los padres que no les enseñan con el ejemplo. Este cuento ha sido contado en varios escenarios, como cuando se justifica la falta de acciones policíacas por falta de denuncias, a pesar de la flagrancia pública de muchos delitos.
Al final, bien dice el autor, debe establecerse que la lectura en sí puede servir para acompañarnos en la verdadera vivencia: la cotidiana. Como un eco de Borges, Argüelles nos recuerda que siempre es mejor vivir que leer, pero si se realizan conjuntamente, serán mejor ambas. Cada quien encontrará sus mejores libros.
La edición de novelas
Raúl Olvera Mijares
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La novela, el novelista y su editor,
Thomas McCormack,
FCE,
México, 2010.
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Aspirar a ser narrador, en particular novelista, es una tentación difícilmente resistible. Jóvenes y viejos por igual, hombres y mujeres, gente muy culta o muy ignorante, todos están sedientos de notoriedad y pretenden alcanzarla contando historias con personajes presuntamente seductores y jugosos. Con un valiente manuscrito bajo el brazo, lo único que debe hallar un autor es un editor, quien habrá de contratar, promocionar y apoyar su trabajo. Este encuentro es tan inusual como el de un par de enamorados que se unen para estar juntos toda la vida. La labor de los editores consiste en leer, analizar y sugerir posibles mejoras. Al menos así se la concibe en el mundo anglosajón, en el que se edita el mayor número de libros, en los rubros y disciplinas más dispares. Thomas McCormack, editor y dramaturgo bostoniano, alguna vez al frente del prestigioso sello St. Martin’s Press, tuvo a bien recoger sus experiencias en un breve y enjundioso opúsculo.
McCormack afirma que, si bien la mayoría de sus colegas editores se hallará en desacuerdo, existen elementos del oficio plenamente objetivos que son susceptibles de estudio y aprendizaje. No existe, por supuesto, la carrera de editor. Es imposible aprenderla de una manera formal en una universidad o escuela especializada. La edición de una novela exige repetidas lecturas del manuscrito: en la primera de ellas es la sensibilidad lectora del editor la que le hará saber si la obra funciona o no, si causa fatiga, si es vaga o redundante. Por medio de estas impresiones o sensaciones de carácter general, aquel editor que conoce su oficio, es capaz de detectar los pasajes o elementos dudosos, y las supresiones o adiciones que son necesarias. El arte es la capacidad suprema que no todos los editores poseen, la cual, basada en su sensibilidad como lectores y en su experiencia en el oficio, conduce al acertado diagnóstico y a sugerir al autor soluciones que no minen el valor de su obra sino, al contrario, permitan que ésta brille en toda su grandeza.
McCormack señala que en su experiencia profesional descubrió algunos elementos de análisis que resultan de mucho provecho. La prelibación, un tecnicismo que él acuñó en relación con la edición, si bien ya existía en el derecho, representa el deseo de provocar un efecto determinado en el lector. Se genera en la mente del escritor, fruto de alguna observación precisa que se imprime con fuerza en su memoria y evoca asociaciones con objetos diversos. La sensibilidad gustativa es la facultad que, en el lector, lo hace probar y determinar a qué sabe algo. La sensibilidad salivatoria entraña, además de apetencia, curiosidad, aprensión y demanda cabal cumplimiento; gracias a ella, un editor sensible e inteligente puede guiar a un autor hacia el fin ideal al que tiende éste pero que, por alguna razón, no logra alcanzar de una manera contundente y definitiva.
¿Quién era el monstruo?
Alejandro Arteaga
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Moho,
Paulette Jonguitud Acosta,
Fondo Editorial Tierra Adentro,
México, 2010.
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Porque la deformación y la enfermedad han atraído siempre a todo el mundo; porque la violencia –sobre todo la silenciosa– es algo que nos fascina y nos arroba, y a merced de ella dejamos por lo regular el clímax del relato; porque lo sinuoso o lo que tira a la oscuridad parece multiplicar interpretaciones y paradójicamente echar luz en los huecos más apartados del pensamiento, por todo ello existe la novela. Y si requiere de un motivo también demanda una base.
Por tanto –y para comenzar de una vez–, si toda novela se sustenta en un conflicto y busca, como afirman los clásicos, la transformación de un personaje, Moho halla lugar en el género al enfrentar a su personaje a lo que más lo atemoriza, su propia corrupción. Juego difícil desde su planteamiento, pues el camino más cómodo para abordarlo es sin duda el de la piedad, estremecimiento obsceno que da para una gran cantidad de páginas impresas y poca literatura. Para fortuna de sus lectores, Moho sigue conscientemente los caminos turbios y fronterizos del riesgo.
Así resume la autora la trama de su novela: “En Moho narro la historia de Constanza, una mujer madura que un día antes de la boda de su hija descubre que le crece una mancha en la ingle; esta mancha es de moho y comenzará a tomar control sobre ella. Es una historia del tránsito hacia la vejez y hacia la soledad, narrada a través de la descomposición de un cuerpo que aún vive.”
Luego de la lectura, un lector efectivo sabrá para su fortuna que la historia que se cuenta en el resumen también forma parte del relato, pero hay mucho más. La base de Moho es la historia de Constanza, una mujer que envejece y se transforma paulatinamente en monstruo, aunque su narración no puede disociarse de la sombra de otra Constanza, su sobrina, la mujer de mediana edad que condiciona su vida presente y funge como reflejo deformado, una mujer que desde pequeña y desde el nombre pretende incrustarse en el devenir de la tía con gran aparato.
Eso, en principio. Aunque también podría decirse que Moho es la historia de la planeación de un asesinato, o mejor, un linchamiento progresivo o casi accidental, o, para salir del clima policíaco, la historia del fantasma de un bebé, o quizá la historia de Caín y Abel en un contexto distinto. O las consecuencias de la infancia truncada. O simplemente el relato de la preparación de una boda. Y también, por qué no decirlo, el relato de una mujer con un problema dermatológico.
Si se monitorea su vida con la mancha, textualmente se sabrá que esa historia íntima de la narradora no tiene vínculo alguno con su contexto (criaturas extrañas somos todos, dice) y allí se impone el valor de la novela, no es una narración de diagnóstico clínico ni una metáfora de la introspección. Mucho menos se hallará un mensaje constructivo al final. Pues es una novela del rencor y una venganza soterrada que se aleja de todo control y cobra vida propia.
Intentemos un golpe. Impongamos una moral, pues toda intención literaria la posee. Sin pretender una postura mártir afirmo: la escritura por lo regular no es onanismo sino flagelación. Empero, el mundo visible de la novela y su distribución nos ha enfrentado con textos donde el placer y su abuso secuestran cualquier atisbo de peligro.
Literatura con calificación incluida. Pero la literatura sin adjetivos, como quería Juan José Saer, escrita por mujeres está del lado, en México, de Nelly Campobello, Inés Arredondo y Guadalupe Dueñas, por mencionar a tres. Ni más ni menos. Negrura plena. Frente a Moho y sus apuestas, es necesaria una paráfrasis: no me parece una hipérbole pensar que Paulette Jonguitud Acosta se enfila, con las armas efectivas de una noble tradición, hacia un sitio oscuro donde otros monstruos aún impensables aguardan.
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Lo mejor de Ernesto Sabato. Selección, prólogo
y comentarios del autor,
Ernesto Sabato,
Seix Barral,
México, 2011.
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Pocas veces el oportunismo –en este caso editorial– es una actitud que puede agradecerse, pero agradecimiento y no otra cosa es lo que experimentará el lector, tanto el que sabe de la vida y obra del enorme escritor argentino Ernesto Sabato, recientemente fallecido, como aquel que hasta el momento cuenta con poco más o nada aparte de la noticia del reciente deceso de este pensador latinoamericano nacido hace una centuria. Pocas veces, también, el título de un volumen antológico o de compendio pueden ostentar con absoluta pertinencia un título como el que se lee aquí, pues ese “Lo mejor” fue aceptado por el propio Sabato cuando, en 1989, preparó él mismo el contenido del libro. Es innecesario aclarar que el contenido no tiene desperdicio alguno: fragmentos de las míticas novelas El túnel, Sobre héroes y tumbas –incluyendo parte del extraordinario “Informe sobre ciegos”–, y Abbadón, el exterminador, además de una porción fundamental de un ensayo que todo escritor debe conocer y releer cada que le resulte posible, titulado “El escritor y sus fantasmas”; así como las “Palabras para el homenaje a Jorge Luis Borges en la Bibliothéque Nationale de París”. A manera de apéndice, los editores han cometido la feliz transgresión de añadir, tras la muerte de su autor, el prólogo a Nunca más, es decir el Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas –presidida por Sabato–, escrito en 1984 y que es una de las expresiones más elevadas en contra de la barbarie a la que un pueblo entero, el argentino, fue sometido durante los años terribles de la dictadura.
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50 cosas que hay que saber sobre filosofía,
Ben Dupré,
Ariel,
España, 2010.
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El autor aplica en esta obra su luenga experiencia en la preparación de materiales didácticos y de difusión masiva, así como los que se requieren para impartir Historia Antigua en un colegio de Oxford, para ofrecer a los lectores una forma ciertamente poco ortodoxa de acercarse al conocimiento filosófico. A quienes tengan familiaridad con dichos temas, el título mismo puede mover a desconfianza por lo que puede implicar de simplificación y espíritu reductivo; asimismo, la estructura de la obra, apartada tanto como resulta posible de la que suele caracterizar al ensayo filosófico tradicional, hará concluir a cualquier especialista –e incluso a un estudiante promedio– que esta no es una obra “seria” y poco puede esperarse de ella. Empero, el público al cual parece ir destinada no es ése precisamente, sino el tradicionalmente excluido o desinteresado en la filosofía como materia concreta de estudio. En tal sentido, los empeños de Dupré adquieren una pertinencia digna de ser reconocida, y una revisión desprejuiciada del contenido de estas 50 cosas… permite comprobar que si bien resulta inevitablemente sucinto, el tránsito del autor entre las ideas, las épocas, las corrientes de pensamiento y los autores fundamentales de la filosofía universal sí brinda al lector un marco a partir del cual, por cuenta propia, puede abundar en los temas ofrecidos, incluyendo entre muchos otros el objetivismo, el racionalismo, el utilitarismo, el existencialismo, la deontología, la metafísica, etcétera, y aproximándose a los presocráticos, Platón, Aristóteles, Descartes, Hobbes, Hume, Kant, Nietszche y muchos más.
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