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Los buscadores de la unidad perdida
“La oferta es una cinta con cuatro historias con diferentes matices y texturas”: eso dijo uno de los cuatro directores que trabajaron en Los inadaptados, largometraje de ficción escrito por el guionista, coproductor –su socio es Luis Ernesto Franco– y también actor Luis Arrieta. A Javier Colinas, Marco Polo Constandse, Jorge Ramírez y Sergio Tovar se le asignó la conducción de cada uno de los cuatro segmentos incluidos en la cinta, todos al mando de un mismo equipo de producción.
De lo que declararon cuando el filme se exhibió en el más reciente Festival de Cine en Guadalajara, y sobre todo de lo que se han preocupado por reiterar previamente al estreno comercial se deduce que, con el esquema de trabajo arriba descrito, lo que sus hacedores pretendían era lograr una suerte de unidad a partir de la diversidad. Empero, la propia composición del filme, aunada a la tenaz insistencia en dejar claro que no se trata de un conjunto de cortometrajes puestos uno detrás del otro hasta alcanzar el pietaje de un largo, hacen pensar en aquella frase abogadesca en la que se afirma que “a confesión de parte, relevo de pruebas”.
Vaya uno a saber por qué les incomoda la idea de que Los inadaptados sea lo que la pantalla dice con mucha elocuencia que es: un conjunto de cuatro historias, independientes unas de las otras, que con mayor o menor suerte van de su punto alfa a su punto omega. Es como si los realizadores hubieran alcanzado su confesa intención unitaria pero por una ruta inesperada o hasta indeseada, pues de hecho los “diferentes matices y texturas” declaradamente buscados son más bien imperceptibles, y si bien esto abona a una percepción de conjunto, no es en el aspecto formal en donde querían transmitir dicha percepción.
En otras palabras
En otras palabras, por simple eliminación de rubros y una vez más sustentado en lo que la pantalla ofrece, no es difícil deducir que la tal unidad fue buscada en el armado de una concatenación o encabalgamiento anecdótico.
En otras palabras, el guión plantea –y los directores ejecutan– la presencia de algún personaje básico de una de las historias, en calidad de figura circunstancial en otra historia del conjunto, o bien erige un lugar específico –por ejemplo, una cafetería– como punto de coincidencia más o menos universal dentro de una diegesis de este modo compartida por las cuatro historias.
En otras palabras, y a nivel estructural, Los inadaptados no es nada más que una versión nacional reciente de una propuesta fílmica mucho muy transitada, lo mismo en México que en otros países. En otras palabras, hete aquí otro hijo putativo de Robert García, Quentin Seymour Hoffman, Philip Altman y Rodrigo Tarantino –haga el amable lector sus propias combinaciones.
En otras palabras, no hay unidad plausible entre dos o más historias ajenas e independientes una de la otra en virtud de hechos simples, por ejemplo, que el anciano protagonista de la historia Uno tenga por nieta a la amante clandestina de la historia Dos; ni la hay tampoco en virtud del hecho igualmente simple de que el suicida frustrado de la historia Tres sea parroquiano de la cafetería adonde el solitario cibernético de la historia Cuatro acuerda verse con su cita a ciegas.
Cuatro historias cuatro
Puesta de lado la visión de conjunto, Los inadaptados ofrece su mejor aspecto: el suprascrito de cuatro historias autónomas, a las que les habría hecho más bien que mal prescindir de forzados eslabones innecesarios pues, en ausencia de los mismos, al espectador le resultarían más apreciables las virtudes intrínsecas de cada una.
De éstas, finalmente, destaca la denominada historia Dos –de la amante clandestina– como la más redonda, pero curiosamente no gracias a dicho personaje, bien ejecutado por Maya Zapata, sino por el excelente desempeño que brinda Tiaré Scanda en el papel de una trabajadora doméstica circunstancialmente forzada a dialogar con un desconocido, atrapados como quedan ambos en un elevador averiado. En el otro extremo quedan las historias Uno y Cuatro: la primera, una anécdota más bien forzada de un grupo de octogenarios planeando un asalto bancario, actuada en tantos tonos histriónicos, todos ellos histerizados, que acaba crispando oídos y ojos; la segunda, una gema de inverosimilitud en donde el cibernauta solitario es obligado a ser la excepción de la regla de las probabilidades, cuando se le hace vivir la virtual imposibilidad de que su cita a ciegas sea no sólo una persona conocida sino un pariente, y no sólo un pariente sino su propia madre.
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