Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de septiembre de 2011 Num: 864

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Dakar
Francisco Martínez Negrete

Las fuentes Wallace
Vilma Fuentes

Mayúsculo que
es minúsculo

Emiliano Becerril Silva

De formato mayor
Juan G. Puga entrevista
con Pablo Martínez

Ricardo Martínez,
un proceso creativo

Ricardo Martínez
nos observa

Juan G. Puga

El error cultural y las facultades musicales
Julio Mendívil

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Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

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Luis Tovar

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El error cultural
y las facultades
              musicales

 

Julio Mendívil

 

Chinua Achebe 

El escritor nigeriano Chinua Achebe se queja en un texto polémico de que críticos occidentales traten a los narradores africanos como si éstos fueran tristes víctimas de un destino inexorable que los condena a errar en un estadio artístico inferior al del mundo civilizado. Para ellos la literatura africana aún no está en condiciones de producir obras universales. Achebe aduce, por el contrario, que la particularidad africana radica justamente en su imposibilidad de reproducir perfectamente los patrones estéticos europeos. El error en la imitación como condicionamiento cultural, razona, promovería, en afortunadas ocasiones, nuevos lenguajes artísticos. Dice: “¿No tomaron los negros americanos, después de que los despojaran de sus instrumentos, la trompeta y el trombón para tocarlos […] como nunca deberían haber sido tocados? ¿Y no fue el jazz el resultado de ello? ¿Se atrevería alguien a decir que eso fue una pérdida para el mundo o que […] deberían haber tocado mejor foxtrott o valses?”

Si bien creo con Achebe que África no está obligada a copiar a Occidente, hay algo en su argumentación que me produce cierta desazón. Y es que, camuflado tras su renuencia al etnocentrismo, creo percibir en ella un determinismo cultural que me resulta tan pernicioso como el de los críticos que él censura. Tengo razones para creerlo.

La idea de que las razas poseen propiedades intrínsecas es antigua y tomó fuerza, paradójicamente, cuando la Europa ilustrada empezó a imaginarnos como un ente universal. Entonces Linneo y Kant, y Hegel posteriormente, trataron de demostrar que las diferencias intelectuales y físicas entre los pueblos se remitían a causas biológicas, situando al caucásico siempre en la cúspide de sus sistemas.

Tomado en el siglo XIX como científico, el concepto de raza halló pronto cobija en la etnología y la biología. No sorprende entonces que los primeros estudiosos de música no europea vieran la raza como germen de las facultades musicales. Así, en 1923, Erich von Hornbostel sostuvo que en el ritmo se expresaba la raza y que, por tanto, la polirritmia africana obedecía a órdenes genéticas superiores a cualquier voluntad individual. Por una ironía del destino, Hornbostel tuvo que abandonar Berlín en 1933 porque por sus venas corría la misma sangre judía que, según Wagner, había engendrado música tan abominable como la de Mendelssohn-Bartholdy. Su discípulo, Fritz Bose, correría mejor suerte. Subvencionado por el gobierno nazi, éste sostendría que los componentes raciales eran incluso más fuertes que la cultura circundante. Así, los afroamericanos, pese a las influencias “civilizadoras”, seguían reproduciendo las preferencias musicales de sus antepasados. Debemos a semejantes dislates que se haya esparcido por doquier la creencia de que los negros llevan el ritmo en la sangre y que los árabes son tan propensos a los melismas como los europeos a la armonía tonal.

La idea de raza se esconde a veces tras un determinismo cultural, igualmente letal. Y es que cuando deviene en instinto, la cultura pasa a convertirse en una instancia biológica superior a la voluntad propia y deviene en análoga a la raza. ¿Mas cuál es el problema con la raza?

Este concepto comenzó a ser cuestionado a mediados del siglo XX, pues no existen marcadores biológicos que lo definan. Por el contrario, se ha demostrado que la variedad genética entre miembros de una población con rasgos y hábitos comunes puede ser tan alta como la existente entre poblaciones disímiles, y que las diferencias de aspecto al interior de grupos con filiación genética común pueden ser muy acentuadas. El antropólogo mexicano Armando González Morales ha afirmado por eso que la raza está más ligada a delimitaciones estéticas, éticas y morales que a sanguíneas, que “raza” es más que nada un signo lingüístico para denotar discrepancias entre grupos. Y siendo sólo un concepto, resulta inadmisible que determine la música. Por tanto, la idea de que las dotes musicales tienen base genética es palabrería burda, monserga barata disfrazada de ciencia.

La idea es además discriminatoria. La Filarmónica de Viena no admite en sus filas miembros de otras culturas, aduciendo que sólo europeos pueden reproducir fielmente su música. Más allá de todo eufemismo, la postura resulta de un racismo anacrónico imperdonable.

¿Es cierto que no cualquiera puede aprender la música de los salones vieneses? Bastaría recordar la enorme presencia asiática en conservatorios europeos, o a intérpretes como Lang Lang o Mitsuko Uchida, para tirar por la borda tal idea. Mas sería un error pensar que se trata de un fenómeno reciente. Cronistas como Vásquez de Espinoza refieren que los indios eran “diestros en todo género de instrumentos músicos” europeos y Díaz del Castillo que cantaban con “voces bien concertadas”. En el siglo XX, Chet Baker y Charlie Byrd, pese a ser caucásicos, llegaron a ser legendarios intérpretes de jazz, una “música de negros” durante décadas en EU. ¿Hubiera sido posible si la raza determinara el comportamiento musical?

Quisiera, para concluir, regresar a Achebe. Sus líneas sugieren que la cultura es inherente a sus portadores, y la discrepancia artística entre pueblos, resultado de la involuntaria incapacidad de los unos de reproducir cabalmente lo que hacen los otros y no, como creo, una elección estética. Es ahí, me parece, que Achebe se acerca, sin percibirlo, a las plumas de las que reniega. Los músicos afroamericanos no crearon el jazz por un error en la imitación, sino como una decisión consciente de preferencias musicales. Podrían haber tomado el camino inverso –como muchos–, pero prefirieron un lenguaje que resumiera sus experiencias dispares. Negarles eso sería negar su rol fundador y reducirlos a la mera fatalidad de un destino ineludible. José María Arguedas escribió que todo hombre no envilecido por el odio era capaz de vivir todas las patrias. Tengo la certeza que también aprendería todas las músicas.