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Gritos, aire caliente y flatulencia
Entre los delirantes fastos con que la derecha busca hurtar escrutinio al estrepitoso fracaso de su desgobierno destaca la aberración de festejar sus propios anatemas. La gesta independentista y el amago revolucionario de principios del xx significarían –en teoría, nunca en práctica– triunfos populares que al conservadurismo causan basca: justa distribución de tierras y riqueza; contención al lucro desbocado de pocos por explotación de muchos y acotamiento de privilegios lesivos al interés público que gozan oligarcas de cuyas filas surgen, hoy como ayer, los responsables del expolio. Es de barroquismo oligofrénico –cirquero– que los herederos del sinarquismo suenen cuetones y chirimías y conmemoren al enemigo histórico con tal de que el pueblo deje de atender el sanguinario desgarriate en que se ha convertido México, particularmente desde el atropellado arribo al banquillo presidencial de Felipe Calderón quien, más allá de caricaturas y berrinches, obsequia lastimeras muestras de no tener la estatura para atisbar a la Presidencia de la República.
La televisión privada, vieja furcia oportunista, no se podía quedar atrás. Dueña de vasta experiencia en producir propaganda gobiernista y redivivas idioteces en cada huera cenicienta postmoderna que postula al cenit existencial cifrado en escalar peldaños sociales, Televisa, bajo la batuta de Leopoldo y Bernardo Gómez, manos derecha e izquierda de Emilio Azcárraga, se puso a recontarnos la emancipación histórica. Para ello destinó ingente presupuesto a la producción de Gritos de muerte y libertad, que así se llama el cocido: imponentes locaciones, rico vestuario y elenco más o menos salpicado de talentos (que mucho han decepcionado) y repite ad nauseam lugares comunes que ya conocíamos los mexicanos acerca de la coyuntura bélica entre España y Francia, aprovechada por el criollismo burgués novohispano en 1810 para, en fino entramado de traiciones que urde la cestería de nuestra historia, lanzarse a la conjura independentista. Bastaba repartir millones de aquellas estampitas de papelería de barrio con que de chamacos hacíamos composiciones sobre las vidas de Hidalgo, Morelos y doña Josefa, y ya podrían Televisa y sus socios patrocinadores del bodrio ahorrarse muchos millones que mejor, enloquecidos de filantropía, hubieran dedicado a surtir de libros bibliotecas públicas o de medicinas hospitales rurales.
Plétora, como suelen ser las producciones de Televisa, de yerros, omisiones y gazapos –alguien explique a guionistas y actores que el verbo haber no conjuga “habemos”– el colmo, a más de recursos burdos de actuación como la mirada perdida mientras voces en off dan cuenta de lo que piensan los personajes, o hablar frente a cámara, de espalda al interlocutor y con aspaventero histrionismo común a la más pinche telenovela, es el manoseo de la data histórica para servir al soberano régimen del haiga sido como haiga sido: españoles que no hablan como tales; la inexistencia –caramba, con lo que la leyenda daba para lo épico– del Pípila, la omisión perversa de la oferta de rendición del cura Hidalgo a los españoles atrincherados en la alhóndiga de Granaditas; presentar ese estado de sitio como una brutal orgía de asesinatos y violaciones perpetrados por indios y mestizos, concitando rencores de clase que tan caros nos resultan y en fin, un Miguel Hidalgo medroso, enloquecido de venganza, que se la pasa gritando vivas al rey de España y al menos media docena de ajúas a la virgen de Guadalupe, como para que no se nos olvide quién, finalmente, está detrás de todo el revisionismo histórico que desde la llegada de la derecha al poder intenta enjuagar la sangre del busto del tirano Díaz y limpiarle la cara al ambicioso traidor Santa Anna, mientras se intenta emporcar la memoria de Benito Juárez y dejar en nada las insidias vendepatrias de Miramón y Mejía.
A Televisa sólo le importan las facturas que cobra aunque a la Historia la vuelva basura. Al final de cada episodio de Gritos… un breve recuadro aclara que para fines narrativos se han tomado “libertades creativas cuya responsabilidad corresponde exclusivamente a la producción ejecutiva del programa”. La historia la cuentan entonces los vencedores, dueños de bancos y consorcios, caballeros de cuya pujanza y generosidad deberemos esperar derramas de bienestar. La horda insurgente, en cambio, y sus líderes en conjura perpetua contra el orden y respeto, están, según parece condenados al fracaso… y justicia sigue siendo sinónimo de flatulencia.
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