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Salvador Allende: el pasado no pasa
Escultura del artista chileno Carlos Altamirano; expuesta en la plaza de La Moneda; que representa los anteojos del depuesto
presidente Salvador Allende |
Marco Antonio Campos
El 4 de septiembre de 1970 y el 11 septiembre del 1973 están para siempre en la memoria soterrada o abierta de los chilenos: el día cuatro se cumplen cuarenta años de la victoria en las urnas de la Unidad Popular encabezada por Salvador Allende Gossens, y el día once, treinta y siete del cruento golpe militar y la muerte del presidente. No conozco mejor documental fílmico sobre el ex presidente chileno –sobrio, intenso, dramático– que el realizado por Patricio Guzmán, el cual se llama así, a secas, Salvador Allende, patrocinado por la Universidad de Guadalajara y cuatro instituciones europeas. Me gustaría en estas páginas hablar de él.
Hay algo, a veces una experiencia muy breve en el tiempo, conocimiento de personas o hechos vividos, que sellan para siempre. “El pasado no pasa”, repite Patricio Guzmán en varios momentos del documental. A él, que filmó al presidente y los rostros del pueblo durante los años de gobierno de la Unidad Popular (1970-1973), esos años no han dejado de perseguirlo. En entrevistas hechas a diversos actores de la época –amigos, políticos, hijas, militantes, opositores–, Allende marcó, para el entusiasmo fervoroso o el odio furibundo, a toda la sociedad chilena, pese al silencio que del que lo han querido rodear las clases altas y mucha de la clase media. “El pasado no pasa.” En Guzmán, como en muchos chilenos, Allende vive al cien por ciento; en otros menos, mucho menos o poco. “Salvador Allende marcó mi vida”, dice Guzmán. Significó para él la utopía por un mundo más justo y más libre. De mi parte diría que nada marcó más mi juventud que el ’68 mexicano y el proceso democrático chileno al socialismo, y ningún político latinoamericano despertó en mí tanto fervor y tanta admiración en la segunda mitad del siglo como Allende.
Salvador Allende en el Tren de la victoria,
en la campaña presidencial de 1958 |
Desde el principio el documental adquiere raíces de tragedia shakesperiana. Las únicas pertenencias que quedaron de Allende y las cuales estaban en sus ropas el día del golpe –de entrada las muestra Guzmán– son la cartera, el reloj, el carnet del Partido Socialista, una pequeña bandera chilena, un guarda peines con sus iniciales (s. a. g.). Ningún lujo. En todos los museos chilenos sólo queda, aunque parezca increíble, un solo objeto de él: la mitad del armazón de sus anteojos con el cristal astillado y salpicado de sangre, recogido luego del bombardeo a La Moneda el 11 de septiembre. ¿Por qué quedó sólo eso? Ante todo, supongo, porque también la residencia del presidente de la calle Tomás Moro, con su esposa Hortensia dentro, aun sabiendo que Allende se encontraba en La Moneda, a las mismas horas la ametralló el ejército, y la casa la saquearon los soldados y… los vecinos. Basta recordar que Hortensia Bussi llegó al exilio mexicano apenas con lo mínimo.
Teniendo pródigos filones el documental, me detendré en unos pocos. El primero, son tres historias que, de no ser reales, parecerían argumentos para cuentos mágicos. Una, la del Mono González, líder de las brigadas muralistas o callejeras, quien con su equipo, desde los años de la Unidad Popular, tenían la consigna de llenar de graffiti sobre Allende todo el territorio. Su dialéctica era muy sencilla: “Si los medios de comunicación están en manos de la derecha, los muros de todo el país les pertenecen a Allende y al pueblo.” Clandestinamente, el Mono González siguió haciendo la tarea en los diecisiete años de la dictadura y la continuó después del regreso a la democracia. Otra, la de la pintora Emma Malig, muy apegada a la figura de Allende, que luego del golpe debió exiliarse. Emma le muestra a Patricio una pintura que representa el destierro: Chile no es un país sino pequeñas islas que cada uno inventa. Íntimamente acompaña a Emma desde entonces una carta que le respondió Allende cuando subió a la presidencia. La última historia es la de la madre de leche de Allende, Mamá Rosa, quien enterró el álbum donde están las fotografías que sacaron cuando el presidente la visitó en su casa en su cumpleaños noventa y dos, y su hija Anita lo desenterró dos décadas después, con muchas de las imágenes carcomidas o borradas a medias. Es una metáfora dramática: una familia protegió un instante único del pasado contra la depredación pinochetista que trataba de borrar todo vestigio relacionado con Allende.
Preferible un cínico que dice la verdad a un mentiroso que trata de decorarla. Son impresionantemente sinceras las contestaciones de Edward Korry, embajador estadunidense en Chile en esos años, a una periodista –me parece–estadunidense. Desde antes de que Allende subiera a la presidencia, desde cuando asesina un comando de la cia y de oficiales chilenos al general René Schneider, hasta el golpe de Estado el 11 de septiembre, la pareja Nixon-Kissinger utilizó todos los medios a su alcance para buscar la ingobernabilidad y la caída del gobierno de la Unidad Popular. Nixon odiaba rabiosamente a Allende y vociferaba dando puñetazos en la mesa –recuerda Korry– llamándolo “hijo de puta” y “bastardo”. No lo aceptaban, porque en esos años de la Guerra fría Allende era hostil a Estados Unidos por su proximidad a Fidel Castro, porque veían en su gobierno un “fidelismo sin Fidel” y temían un eje La Habana-Santiago y, claro, porque era –designaciones que tenían escaso sustento– “socialista, marxista y leninista”. ¿Era el “primer presidente marxista” elegido por el voto del pueblo? ¿Era leninista? Ni marxista ni leninista, apunta Pedro Vuskovic, un marxista que fue colaborador muy próximo a él: Allende no creía en principios básicos del marxismo y el leninismo como el partido único y la dictadura del proletariado. Allende, puntualiza Vuskovic, era “un hombre de la revolución francesa”, y creía plenamente en sus tres principios. No sólo Nixon y Kissinger: para la desestabilización y caída del gobierno de la Unidad Popular intervinieron significativamente las grandes corporaciones trasnacionales, en especial la itt (International Telephone and Telegraph) y las compañías mineras nacionalizadas, y dentro de Chile, la ultraderecha, organizando las huelgas patronales, los paramilitares de Patria y Libertad, con sus cientos de atentados, y al final, el abandono de la Democracia Cristiana, las divisiones significativamente drásticas de la izquierda, y desde luego, la traición de las fuerzas armadas. En particular, en junio, luego del primer intento de golpe de Estado, la izquierda se desunió y desorganizó, nadie oía a nadie y cada quien iba por su lado. Los más radicales exigían una mayor radicalización en las reformas, un enfrentamiento de clase más decidido contra la burguesía y armar al pueblo; algo impensable si se sabía del legalismo de Allende.
En el colmo del cinismo, cuando la periodista le pregunta sobre qué opina de la muerte de Allende, Edward Korry señala sonriente: “Uno sólo cosecha lo que ha sembrado.” Y añade que si bien era un hombre “extraordinariamente civilizado”, si no hubiera sido un admirador de los dioses del socialismo, habría aceptado las propuestas de Estados Unidos. En ese aspecto, Korry tampoco entendió el temple moral del presidente chileno; Allende jamás lo habría aceptado. Si bien, como el propio Allende decía de sí mismo en sus discursos finales, no tenía pasta de apóstol, ni de mesías, ni de mártir, había algo en su personalidad que lo llevaba a eso. Era un hombre de principios, no un traidor ni un pragmático.
Por eso, para finalizar me gustaría citar aquí a Volodia Teitelboim, ex presidente del Partido Comunista Chileno, quien le sintetiza a Guzmán que a Allende en Chile ha querido borrársele porque representa “un golpe a la conciencia”, y en eso ante todo, por representar y ser una lección ética para quienes no la tuvieron ni tienen ninguna.
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