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Hugo Gutiérrez Vega
MIS POETAS GRIEGOS (I DE II)
Voy a hablar de algunos poetas griegos modernos. A todos ellos los conocí y por ellos supe que la poesía en lengua demótica, la entronizada y defendida por Solomós y los poetas del Eptaneso, tiene una riqueza inagotable y reúne la tradición representada por la Antología clásica griega (en la que figuran Arquíloco, Anacreonte, Safo y Píndaro, entre otros), con las nuevas corrientes poéticas europeas y con las principales vanguardias.
A Elitys lo conocí en Madrid el año en que recibió el premio de los suecos. Una curiosa organización llamada Taller Prometeo de Poesía Nueva, dirigida por un minucioso ingeniero de sistemas, preparó el homenaje al poeta de Lesbos y lo celebró en el Centro Cultural de la Villa de Madrid. Los invitados leímos poemas y comentarios sobre su poesía. Recuerdo que yo le espeté mi poema largo titulado: “Para una muchacha en la atardecida del Cabo Sounión”. Se lo dediqué y esto hizo que el maestro perdonara los tamaños del poema. Intenté verlo durante los años que pasé en Grecia, pero no lo logré. Los viajes y las enfermedades siempre se interpusieron entre nosotros. Sin embargo, establecimos un intercambio de libros y de poemas y yo seguí de cerca los desarrollos finales de su obra, gracias a los informes de su mejor traductor al español, Francisco Torres Córdova.
Cada vez que puedo releo su poema largo dedicado al subteniente caído en el frente de Albania. No puedo evitar el llanto, pues se trata de un texto de imponderable fuerza emotiva que, gracias al sutil dominio de la forma, trasciende los aspectos sentimentales y logra una tensión espiritual que solamente encuentro en Valéry, Pessoa, Eliot, García Lorca, Gorostiza y López Velarde. En la celebración madrileña le regalé una traducción al italiano de “La suave patria”, hecha por Elena Mancuso, la excelente traductora de Pedro Páramo. Al día siguiente y en un desayuno en el que comimos yogurt con nueces y miel, me habló del “santo olor de la panadería” y de las cantadoras que “con el bravío pecho” empitonaban la camisa. Cuando murió (yo vivía en mi amado Puerto Rico en ese momento) escribí un pequeño poema y le di el pésame a Torres Córdova, su traductor más fiel y su admirador más entusiasta.
Selma Ancira, la formidable traductora del ruso al español, me llevó a conocer a Yannis Ritsos. Acababa de superar una grave enfermedad y nos recibió en la sala de su modesto apartamento. En las paredes sólo había una foto, la del campo de confinamiento en el que pasó los años de la dictadura militar. Fumaba un cigarrillo tras otro (la marca era Papastratos y, sin la menor duda, servía, además de su función devastadora, para librar de plagas al pequeño salón). Hablamos de nuestro amigo común, Pepe Hierro, y me enseñó un retrato que el gran poeta santanderino le había hecho en la superficie pulida de una piedra recogida en las playas del Peloponeso. Recordó sus trabajos en el Partido Comunista, la entrega del Premio Lenin, sus amores por la literatura rusa (nos mostró una carta que le envió Boris Pasternak) y, con entereza de estoico, nos anunció que ya estaba esperando el final de la fiesta. Su última y gran satisfacción fue escuchar sus versos musicalizados por Mikis Theodorakis (se trata del gran poema Epitafio). Nos dimos un abrazo y salimos cuando ya empezaba la atardecida. Nos saludó desde su ventana. El sol hacía más rojos los cabellos que el muy coqueto se pintaba y retocaba todos los días.
A Nikiforos Bretakos, surrealista de joven, comunista expulsado de Grecia y refugiado en Italia, lo conocí en su natal Esparta con motivo de la presentación de mi libro, Cantos del Despotado de Morea. Para esas fechas, el bueno de Nikiforos escribía poemas de sublime sencillez sobre frutos y seres tan importantes como una naranja y el corazón de un niño. Con el generoso Nikos Bletas Dukaris, traductor entusiasta y no demasiado fiel de Neruda, fuimos a las ruinas de Mistrás, la ciudad bizantina en donde prosperó la escuela neoplatónica. Ahí descubrimos que basta un muro semiderruido para reconstruir una ciudad.
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