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Entrevista a Daniel Veronese (II Y ÚLTIMA)
“En realidad no podría decir con claridad –explica Daniel Veronese, casi indiferente a la inminencia del estreno– cuál es mi sensación respecto al teatro bonaerense de hoy en día. Me parece que la situación de ‘bonanza' actual tiene un origen incierto: no puedo decir si el público asiste consuetudinariamente al teatro porque la oferta es mucha o si la oferta es mucha porque hay un público que la soporta. En todo caso, lo que sí estoy en posibilidad de afirmar es que, hoy por hoy, Buenos Aires es una de las capitales del teatro mundial, al menos en lo que a cantidad de obras en cartelera se refiere. Y si bien es cierto que no todo lo que se presenta en mi ciudad tiene un mínimo de calidad, esta dinámica ha permitido la consolidación de nombres propios a los que los espectadores –entre los que me incluyo– pueden seguir con la confianza de encontrar una mínima congruencia estética. Pienso en Claudio Tolcachir, Alejandro Tantanian, Rafael Spregelburd o Javier Daulte, por ejemplo, y relaciono esos nombres propios con proyectos definidos que me interesa seguir. Quizás lo más rescatable de esa oferta tan vasta y de la precariedad dentro de la que se gesta sean esos casos excepcionales de congruencia estética.”
– Me llama la atención que de esos nombres propios que citas sólo Tolcachir no sea esencialmente un dramaturgo. ¿Será que la solidez de este momento del teatro argentino de hoy radica en buena medida en la potencia de sus voces dramatúrgicas?
Chéjov |
–No sé responderte; en todo caso, lo que podría decir es que los autores que he referido coinciden en un tratamiento particular, que podría calificar de llano, de la palabra y del texto. Y en eso me siento plenamente identificado: los textos que construyo tienen la pretensión exclusiva de fungir como plataformas para la construcción de espectáculos mucho más complejos que la mera interpretación de un texto. Yo propongo una serie de signos que encuentran sentido o no en el actor. Son ellos los que escriben o reecriben eventualmente el escrito que propongo. Así es que como me gusta trabajar, y es así también como he encontrado sentido verdadero en lo que hago.
–¿ Qué sucede entonces cuando trabajas a partir de textos de otros autores, con textos clásicos por así decirlo, Chèjov por ejemplo? ¿Cómo se da ese entrecruce de una escritura universal, la tuya propia y la que posteriormente construyen los actores?
–Creo que se basa principalmente, a excepción de la voz del autor “clásico” que ya está más que muerto, en una vocación de contemporaneidad. Cuando me involucré con Chèjov, un autor al que respeto y admiro profundamente por cierto, no me movía un deseo de homenajearlo museísticamente; nada me puede aburrir más que una puesta que pretenda recrear arqueológicamente un estilo de teatro que por razones diversas ya no es viable en la actualidad. La complicidad que he encontrado en los actores que se han sumado a estos proyectos existe en el acuerdo de encontrar vínculos entre esos universos del pasado y la realidad del presente. ¿Y qué mejor campo para hallar esos vínculos que en el del lenguaje? Allí es donde todo intento por actualizar se vuelve concreto y efectivo. Existen los temas, desde luego, existen los caracteres y las historias. Pero finalmente el espectador va a escuchar una cascada de palabras mediante las cuales se conectará o no con lo que presencia. En esa conexión creo que puede situarse mi tarea principal como dramaturgo: en hacerse cargo de las palabras que uno propone para ser dichas.
–¿Y en un plano más artesanal, por así llamarlo, cómo se ha alimentado tu oficio de dramaturgo de obras propias con estas acometidas a autores clásicos?
–Insistiría en que me ha hecho pensar más en mi relación con las palabras. Más allá de que no me interese, sería fácil hacer puestas de museo a partir de obras clásicas. El público podría aplaudir a rabiar en un afán por pertenecer a la cultura. Y antes que proveer pretextos para que la gente se sienta perteneciente a algo, prefiero hacerlos partícipes de una búsqueda. No de formas puras ni de novedades; prefiero pensar en convidarlos de un caldero en ebullición… Sí, la imagen del caldero hirviente me seduce más. Es poderosa y mínima. Como las modificaciones que esperaría provocar en el teatro que haga: una puerta abierta más que un puerto de llegada. Esa apertura que puede suscitar movimiento (o incluso contradicción) en quien se planta ante ella.
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