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Cabeza y figuras, 1934. Fotos cortesía: Col. INBA-Instituto Cultural Cabañas
El regreso en '34 y la muerte en '49: dos efemérides de José Clemente Orozco (1883-1949)
Ernesto Lumbreras
Publicada por entregas en las páginas de Excélsior, entre febrero y abril de 1942, la Autobiografía, de José Clemente Orozco, se publicaría en 1945 por iniciativa de Agustín Yáñez en el naciente fondo editorial de la revista Occidente. En este volumen testimonial dos son los sucesos con los que concluye su fascinante relato; el último de ellos refiere sin pormenores su estadía en Guadalajara, de 1936 a 1939, tiempo en el que habría de pintar una de sus mejores series muralísticas; el penúltimo suceso que anota en este breve documento biográfico es su regreso a México, después de una estancia de cerca de siete años en Estados Unidos; en esa página final el artista anota: “A fines de 1934 estaba yo de regreso en México. Don Antonio Castro Leal me confiaba la pintura de un tablero en el Palacio de Bellas Artes, próximo a inaugurarse.” Después de concluir los frescos de Dartmouth Colleges, en febrero de 1934, Orozco pasó unos meses más en Nuevo York, su base, en su temporada estadunidense; hizo también una exposición en Chicago y otra en Indiana antes del retorno benéfico y esperado por amigos y familiares. En la víspera de su regreso, el prestigio ganado por el muralista en el país vecino tuvo eco y continuidad con lo que había realizado antes de su partida, especialmente, con la fama de los frescos de la Escuela Nacional Preparatoria; en distintos frentes editoriales, Banderas de provincia, Forma, Contemporáneos, Futuro, las páginas de El Nacional y de El Universal su obra había encontrado críticos interesados y cómplices, Jean Charlot, Luis Cardoza y Aragón, Jorge Cuesta, Xavier Villaurrutia, Jorge Juan Crespo de la Serna y, de manera muy particular y consistente, Agustín Aragón Leyva.
Aunque Cardoza y Aragón, en su Orozco (1959), habla de que en mayo de 1934 se hizo una comida de recepción en su honor, el jalisciense arribó a Ciudad de México a finales del mes de junio. Para entonces, la maquinaria de influencia y de recomendaciones tramada por Aragón Leyva, en especial con Eduardo Vasconcelos, secretario de Educación Pública, estaba en marcha; el crítico mantenía una correspondencia con el pintor y, en muchos sentidos, el intercambio de ideas e impresiones desembocaría en la iniciativa de que José Clemente Orozco regresara al país para pintar uno de los tableros del tercer piso del palacio de mármol de Carrara que soñó la edad porfiriana. Eran los años de esplendor del maximato y el presidente Abelardo l . Rodríguez, obediente a las instrucciones de Calles y de Alberto Pani, su secretario de Hacienda, retomó el proyecto arquitectónico comenzado por Adamo Boari en la primera década del siglo xx y retomado en 1932 por Federico e . Mariscal. La invitación de Castro Leal se concretó cuando, el 13 de agosto de ese año, el pintor firmó un contrato para pintar en cuarenta días un mural de 4.44 x 11.45 con temática libre y al gusto e interés del artista y por el que cobraría 10 mil pesos. El Palacio de Bellas Artes se inauguró la noche del 29 de septiembre con bombo y platillo y un alud de críticas; al mismo tiempo, el mural Katharsis, bautizado tiempo después por Justino Fernández, puso una vez más en un extraordinario aparador la obra de Orozco; por supuesto, las luces de los reflectores tuvo que compartirlas con Diego Rivera que, en esas mismas semanas, y en el otro extremo del inmueble, volvía a pintar su fresco El hombre en el cruce de caminos.
Cabeza de mujer (La Chata), 1934 |
De manera coincidente, este septiembre de 2009 se cumplen setenta y cinco años de que el hijo de Zapotlán el Grande pintó el citado fresco, uno de los más incómodos e incomprendidos; la otra efeméride que se conmemora, este 7 de septiembre, son los sesenta años de la muerte de José Clemente Orozco. Como lo ha documentado Renato González Mello en su libro La máquina de pintar: Rivera, Orozco y la invención de un lenguaje. Emblemas, trofeos y cadáveres (2008), el nuevo mural orozquiano decepcionó a sus otrora simpatizantes quienes fueron, en el mejor de los casos, reticentes a la hora de abordarlo; en sus múltiples acercamientos bibliográficos al pintor, Cardoza y Aragón rehúye el comentario en torno al fresco y a veces la sola obsequia de una mención de paso; Cuesta, como lo subraya González Mello, apenas lo refiere en un artículo sobre el mural de Diego Rivera donde enuncia un juicio: el mural de Orozco está al extremo pictórico del de Rivera; pero no desarrolla su tesis; en esas misma páginas o en otro artículo su promotor e interlocutor epistolar, Aragón Leyva, prácticamente dejó de escribir sobre la pintura de Orozco.
Ocho años después, Justino Fernández publica en 1942 Orozco. Forma e idea que vendrá a hacer el primer estudio sistemático sobre la obra del muralista. No obstante que en otra obra suya, El arte moderno en México; breve historia, siglos XIX y XX (1937), su apreciación sobre el trabajo del jalisciense era negativa y escéptica; frases como: (Orozco) “se encuentra en camino descendente, el medio norteamericano le ha contagiado y aunque sus concepciones siguen siendo dramáticas, la tendencia a debilitarse es evidente”. El juicio se refiere, obviamente, al mural de Bellas Artes; sin embargo, la opinión del crítico habrá de mudar y en la obra referida no duda en considerarlo como “el pintor de mayor talla que ha dado América”; asimismo, en la segunda edición del libro, de 1956, repite el elogio y bautiza el polémico mural: “La alegoría del Palacio de Bellas Artes, por su composición, la forma en que está pintada y por el tema mismo, carece de antecedentes en la pintura mexicana; es a todas luces de una gran originalidad y fuerza. Por su significación, según la interpreto, bien pudiera llamarse: ‘katharsis.'”
En la iconografía de José Clemente Orozco están presenten, a veces por separado, en otros momentos, haciendo un mismo coro, las multitudes y las máquinas. Antes y después del fresco de Katkarsis, en su obra de caballete, en sus dibujos, en su gráfica y en su pintura mural, este binomio que de manera simbólica y alegórica traerá a colación el agitado contexto histórico del artista: las manifestaciones públicas de trabajadores y de mítines de simpatizantes políticos, el desarrollo tecnológico y científico, en especial, el referido al ámbito militar del período de entreguerras. Un antecedente de este mural, en lo que toca al tema y, sobre todo, a la composición, es su óleo titulado Combate fechado en 1920: ahí vemos la lucha cuerpo a cuerpo entre dos contingentes, manos con puñales atravesando, o a punto de hacerlo, las entrañas de sus contrincantes. Por supuesto, en contraposición con el fresco, esta pintura es más limitada y frugal respecto a lo que propone e invita en la mente y en la sensibilidad del espectador; es, sí, un combate violento, encarnizado; en el juego de luces y sombras entrevemos una dinámica de cuerpos que atacan y se defienden. En el mural, más que un combate, para ser precisos, se trata de los escarceos finales después de la batalla; los ejércitos se baten en retirada dejando un paisaje de cadáveres y de incendios destructores y, por supuesto, queda en el campo del enfrentamiento algo más. Los otros elementos que componen el fresco, la maquinaria bélica, el incendio al fondo, la caja fuerte violada y, muy especialmente, las tres prostitutas ubicadas en el primer plano de la obra, nunca presentes por cierto en ninguno de los esbozos, transfiguran el sentido del final del combate y abren puertas al campo para su lectura e interpretación; hay algo más inquietante que dos ejércitos (el de la civilización y la barbarie) en confrontación mortal con los resultados de devastación que nos presente el artista. Las tres mujeres disolutas y sonrientes, enigmáticas en varios sentidos, se hallan ¿extasiadas? ¿agónicas? ¿saciadas? ¿ebrias “de poesía y de vino”? Su aparición trastoca la temática bélica, su belleza convulsa e hipnótica, e induce a mirar esta pieza mural dentro de otras perspectivas, ora de orden moral, ora de orden mitológico o de crítica social y política.
En la bibliografía sobre José Clemente Orozco, y en lo tocante a este mural, los ensayos de Teresa del Conde, “La Katharsis” publicado en Los murales del Palacio de Bellas Artes (1995) y “El Palacio de Bellas Artes” de Renato González Mello en su libro citados párrafos atrás, encontramos algo más que un acercamiento. La lectura del primer ensayo aborda, sobre todo, el tema del movimiento de masas, en las coordenadas del célebre libro de Elías Canetti, para situar el sentido de la multitud orozquiana de este fresco; al mismo tiempo, la crítica compara con otras obras del muralista (la litografía La masa de 1935, los frescos de Jiquilpan de 1940), otros tipos de masa social y de movimiento; finalmente, el ensayo aborda la iconografía “incómoda” y describe, califica y compara (con las tiernas y procaces prostitutas de las acuarelas de Casa de llanto) a las tres meretrices misteriosas y terribles. El segundo ensayo tiene una vertiente historiográfica que explica cómo y por qué Orozco pinta su mural en Bellas Artes para que, en las dos terceras y últimas partes del mismo, dilucidar sobre la composición mural y sus elementos, en particular, la mujer desnuda y acostada del primer plano, conocida como “La chata”; dice González Mello: “No voy a evadir la figura principal del fresco con alguna figura retórica prestigiosa. Esa dama jadeante exige una explicación a gritos (es literal).” Y a esa empresa dedica varias páginas sugiriendo referentes filosóficos y literarios que comparten la raíz misógina, emparentada con la idea de progreso, sobre los que Orozco compuso esa imagen grotesca, críptica, nada edificante y, sobre todo, difícil de obviar en su rotunda e ineludible dimensión.
Después de pintar esta pieza, José Clemente Orozco en los siguientes quince años que le restan de vida, acometerá un catálogo de genialidades plásticas y gráficas: los murales del Palacio de Gobierno de Jalisco, la ex Capilla del Hospicio Cabañas, del Templo de Jesús; algunos autorretratos, la serie de los Teules y una nueva sobre la vida galante, las tintas y dibujos de la serie de La verdad, las piroxilinas de sus últimos años… El ciclo artístico se cerró con los trazos preparatorios de un mural que se proponía pintar en un muro del multifamiliar Miguel Alemán a invitación del arquitecto Mario Pani. La mañana del 7 de septiembre de 1949 moría Orozco en su casa de Ignacio Mariscal 132. Esta casa-estudio diseñada por el pintor con la asesoría de Luis Barragán es sede, desde 1956, de un organismo internacional llamado Centro de Paz y de Entendimiento Internacional y no tiene placa alguna que aluda a la estancia del artista. Después de velar el cuerpo en su domicilio de la Colonia Tabacalera , fue llevado al Palacio de Bellas Artes para las guardias de honor respectivas para que, finalmente, sus restos fueran depositados en la Rotonda de los Hombres (hoy de las Personas) Ilustres. Se sabe que al pintor y a algunos amigos de su círculo íntimo les parecía más apropiado, y fiel al espíritu del muralista, que su cuerpo descansara bajo la bóveda de su Hombre de fuego en la ex Capilla del Hospicio Cabañas. Tal vez algún día se cumpla este deseo.
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