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EL SEDENTARIO Y EL VIAJERO
ADRIANA DEL MORAL
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Cartas de un joven escritor,
Juan Carlos Onetti,
Era,
México, 2009.
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Esta correspondencia traza un retrato del período de “crisálida” de Onetti: cuando escribe “de noche, contento”, mientras trabaja en una empresa automovilística, en labores burocráticas o vendiendo boletos en un estadio de futbol.
Durante el período que escribió las misivas (1937-1943) habla de sus fatigas por escribir y publicar, así como de los reveses de esa labor: concursos literarios no ganados, prisas para terminar un libro, críticas a El pozo que resume en la aplicación frecuente de los calificativos “amoral” y “degenerado”. Pese a todo, el joven escritor es claramente consciente de que aguarda la recompensa de “trocarse en cisne”.
Y hace testigo de su transformación a Julio e . Payró –historiador, viajero y autor de unos cuarenta libros– por ser una de las tres o cuatro personas a las que estuvo “unido por amistad y forma de ser”. El epistolario revela la intensidad de su afecto por el argentino, a quien dedicó su segunda novela, Tierra de nadie. El dibujo que hace Onetti del destinatario de sus cartas es el de un hombre intensamente culto que ha dejado la pintura de lado para dedicarse a la crítica y la enseñanza.
“Yo no soy un artista; soy un tipo que a veces escribe” Aunque se entrevé en la correspondencia que el joven escritor admira y respeta su obra crítica, le pregunta a menudo con más énfasis por su pintura. Quizá por eso, por escribir a alguien a quien además de respetar intelectualmente considera ante todo artista plástico, es que se explaya en sus observaciones sobre pintura, en especial sobre la obra de Gauguin, Cézanne y Henri Rousseau.
El uruguayo declara su predilección por la propuesta estética del Paul Gauguin, que se explica, entre otras muchas cosas, por el antiintelectualismo onettiano: la expresión plástica le parece mucho más oficio que la literatura, de la cual se declara enemigo en tanto que pueda entenderse como pura forma. Onetti expresa sus náuseas por “escribir bien” y se define a sí mismo, no como un artista, sino como “un tipo que a veces escribe”.
El joven escribe a Payró en horas robadas “al trabajo diario tan estúpido”. Elabora su correspondencia en descansos de archivar alfabéticamente cartas o escudándose en el letrero de “cerrado por duelo” sobre la puerta de su oficina; muchas veces a la carrera entre sus ganas rabiosas de escribir “de Onetti para Onetti” y sus esfuerzos por subsistir. “Aunque uno crea en la propia fuerza y en su capacidad para vivir en sí, tener el universo en uno, hay períodos de desánimo, en que fatiga pensar y hacer sin eco en los demás. El trabajo parece, entonces, una rueda que volteara en el aire”, confiesa.
En ese ánimo recurre al intelectual, diez años mayor que él, para afirmarse, pero también como cómplice en sus proyectos: publicaciones y concursos, hacerse corresponsal de un diario argentino con la recomendación del pintor; incluso en una carta le pide dinero como socio de una editorial que piensa fundar.
Joyciano “convicto y confeso”, Onetti sostiene una y otra vez la tesis que para él realizan Proust y Joyce: que la novela es un arte, no la reconstrucción de la realidad. Asimismo, sus cartas revelan cómo el genio se define tanto por la obra publicada como por la inédita. Aparece el trazo de los libros que no publicó, que borró de su bibliografía intencionadamente: una obra de teatro, una novela corta llamada Disparate; pero también otros que por diversas vicisitudes se perdieron, como Tiempo de abrazar, que nunca llegó a publicarse en su totalidad.
La correspondencia contiene referencias sobre la génesis y manufactura de sus primeros libros publicados: El pozo, Tierra de nadie, antes llamados Folletín y Para esta noche, cuyo primer título fue El perro tendrá su día.
Aunque las cartas fueron escritas a ambos lados del río de la Plata , pudieran ser también cartas insulares de un Onetti náufrago. De hecho las islas aparecen en ellas como tema recurrente: Tahití, donde Gauguin pintó sus cuadros más famosos, las de su obra no publicada Las islas del señor Napoleón; la isla de la Polinesia donde a menudo insinúa escapar. “Váyase a la isla y pinte; envuélvase con trapos y pinte; muérase de hambre y siga pintando; quédese leproso y pinte otra vez”, le sugerirá a Payró, revelando la consigna con la que él mismo vivió su escritura.
ARAR EN EL INFIERNO
HERNÁN BRAVO VARELA
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Bordes trashumantes,
Jeremías Marquines,
Instituto Sonorense de Cultura,
México, 2008.
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Bordes trashumantes (2008), el libro más reciente de poemas de Jeremías Marquines (1968), fue publicado el mismo año que su antecesor, cuyo título tiene la extraña distinción de ser el más extenso en la poesía mexicana contemporánea: Varias especies de animales extraños cubiertos de piel jugando juntos en una cueva con un pico mientras Richard Dadd observa desde un calabozo en Bethlem. Si se juzgaran con la ligereza de las fichas bibliográficas; desde la oposición que ofrece el laconismo del primero –que aparenta provenir del arte conceptual o de la música contemporánea de concierto– y la amplitud del segundo –que parece tomar el carácter descriptivo de las pinturas de William Turner o del propio Dadd–, ambos volúmenes parecerían haber sido escritos por dos personas distintas. A la manera de Francisco Hernández con su retrato poético de Scardanelli (nombre de batalla contra la sanidad mental que usó el poeta Friedrich Hölderlin los últimos cuarenta años de su vida), Marquines redacta en Varias especies… el diario en verso de un Dadd internado en el frenopático de Bethlem tras cometer parricidio. En “traducción” a esa lengua no menos extraña del propio Marquines, los monólogos de Dadd alcanzan una altura lírica (o, más bien, inician un descenso a las profundidades de la lírica) al amparo del mito público y biográfico y de la evidencia médica de la locura que lo generó. Dice el fragmento xlii del poema de Marquines: “Los locos tienen en el alma peces muertos./ Pasan la eternidad entre los corredores que nacen/ del sumo amarillo de las estaciones./ Aman los predicados de un error gramatical/
que nos hace pensar en el mundo./ Los locos no hablan de amor porque son demasiado/ conocidos./ Prefieren fundar sus extravíos en la imagen/ de un animal risible y blanco,/ cuya forma viviente signifique amante./ Los locos no hablan del amor,/ porque los pájaros no hablan del viento.”
Quisiera detenerme en algunos versos del fragmento antes citado para sugerir la poética de nuestro autor: “[Los locos] Aman los predicados de un error gramatical/ que nos hace pensar en el mundo./ [ …] Prefieren fundar sus extravíos en la imagen/ de un animal risible y blanco…” Aunque podríamos imaginar a Dadd mostrando dichos versos grabados al frente de su invisible aurora victoriana –es decir, la aurora de un romanticismo decadente, de ser posible apocalíptico–, los versos son también la ficha técnica de las palabras exhibidas en ese peculiar museo del desierto que representa Bordes trashumantes.
El poeta chiapaneco Juan Carlos Bautista describe este libro en su texto de contraportada: “Lo rodea el sexo, lo rodea el arrepentimiento, la arena, lo rodea el horizonte rulfiano, como un infierno del que han venido desde siempre (dije desde siempre) nuestros mejores poetas.” A diferencia de Varias especies… , Bordes trashumantes constituye el estremecedor mural poético de una tribu sin nombre: la de los miles de migrantes mexicanos y centroamericanos que atraviesan diariamente los desiertos de la frontera norte del país para cruzar la frontera rumbo a Estados Unidos. Siguiendo las huellas (los estigmas verbales, mejor dicho) del poeta argentino Héctor Viel Temperley y su modestamente célebre Hospital británico (1987), Bordes trashumantes aspira a una gramática que predica no con la corrección, que nos hace pensar en el lenguaje, sino con el error, “que nos hace pensar en el mundo”; una iconografía que se funda en los extravíos de la imagen, como si de un espejismo se tratara. Y no podía ser de otro modo: la voz de estos poemas acompaña, padece y testimonia sobre los clavos ardientes de la migración. Cada uno de los treinta y tres cantos en que se divide esta Comedia fronteriza, este novísimo evangelio apócrifo, es una parábola de la higuera o el campo estéril, la historia de las tentaciones que el demonio de la sed y el hambre les hiciera a los hijos del hombre, la representación de un Vía crucis multitudinario.
EL MICROCUENTO: CRIATURA DE LA FUGA
CARLOS PINEDA
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Para leerlos todos. Antología de microcuentos,
Universidad Iberoamericana-León/ Instituto Cultural de León,
México, 2009.
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La nanotecnología narrativa aplicada a la ficción,
nos ha legado, desde aquellos lejanos días en los
que el maestro Torri ponía de cabeza a la vieja
Circe, una amplísima producción de lo que hoy
llamamos minificción; algunos otros microcuentos,
otros tantos minicuento y los inspirados por
el albur y el desparpajo (aquí pido venia al respetable
por la palabreja) “textículos”; aunque también
haya quienes, tomando prestado algún término
veloz de la jerga del tenis o de la cardiología
(no se sabe bien de cuál), le llaman a esta criatura
de la fuga: “cuento súbito”.
Sea como fuere, estas piezas que parecen estar
más emparentadas con el poema que con el cuento
(por su concentración semántica, la economía
de medios y su modestísima extensión), han visto
a últimas fechas cómo una vasta pléyade de jóvenes
escritores ven en ella la expresión más adecuada
para explicarse, literariamente, estos tiempos
de vértigo informático.
Una de las últimas pruebas editoriales de lo
antes dicho es la reciente aparición de la antología
de microcuentos Para leerlos todos, pulcramente
editado por la Universidad Iberoamericana-
León. La colección que nos ofrece este volumen
incluye a autores nacionales que comparten la
fugacidad con plumas argentinas y españolas.
Esta reunión de atisbos narrativos se caracteriza,
a decir de la autora de la presentación, Silva Ruiz
Otero, en que en la “mayoría de los textos se refleja
un muy buen manejo del humor que va desde
la ironía hasta la parodia y el humor negro”, a
través de la “‘irreverente’ reescritura de los clásicos
infantiles y hasta la ‘corrección’ y puesta al día
de pasajes bíblicos y mitos greco-latinos”.
No cabe duda que, a pesar del trabajo monumental
y finísimo que realizara en este género el
maestro Augusto Monterroso, la minificción ha
permanecido las últimas décadas con una envidiable
salud. Basta que naveguemos por las ensenadas,
puertos y marismas de esa ciudad virtual
que es Ficticia, regida por Marcial Fernández, para
darnos cuenta de la riqueza y variedad de este
género. (Sugiero, después del periplo marítimo,
reposar en alguna taberna de dicha ciudad en la
que, de corriente, se suele servir a los viajantes un
reparador Anís del mono).
Lauro Zavala resume en su ensayo “Seis problemas
para la minificción”, que éste es un género del
tercer milenio caracterizado por la brevedad, la
diversidad, la complicidad, la fractalidad, la
fugacidad y la virtualidad. Entonces, si esto es así,
los microcuentos del volumen que comentamos
adquieren por derecho propio su pertenencia
genética a este género.
Pero no todo es aquí bombo y platillo. Para leerlos
todos, como toda antología, tiene sus bemoles.
Si bien la mayoría de las piezas incluidas cumplen
cabalmente con el horizonte de expectativas que
ofrecen en sus inicios, hay algunos textos que se
quedan en promesas y otros que, apelando a la
cuchilla de Occam, pudieran haber sido más efectivos
si su autor valorara al silencio tanto como a
su retórica cuentística. Nada es perfecto, todo es
perfectible. Sin embargo, más allá de los claroscuros
de los que cada quien habrá de tomar nota y
partido, esta antología es como lo quieren las
matemáticas aleatorias de la ficción: el mínimo
común múltiplo de la sorpresa, un digno aperitivo
para el intelecto y el placer
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La crisis económica mundial,
varios autores,
Random House Mondadori,
México, 2009.
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Nada que no sea redundante cabría añadir a la elocuencia del título de este libro, cuyo mérito mayor –a saber si el único-- es que en él se reúnen voces tan disímbolas como evidentemente lo son, tocante al tema, las del Nobel de Economía Joseph Stiglitz y el bestseller Alvin Toffler, o las del ex primer ministro británico Gordon Brown y el ahora inefable Gorbachov. Es de lamentar, en todo caso, la presencia de una segunda división tan segunda como la representada por Andrés Oppenheimer, o por un enumerador de lugares comunes llamado Eduardo Sarmiento.
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