Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 9 de agosto de 2009 Num: 753

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

9:19 am–12:32 pm
YUNUEN CUENCA

La política de las fantasías conspirativas
MAURICIO SCHOIJET

Música de la música
(200 años de E. A. Poe)

ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ

La estafa
JUAN GELMAN

Migración y ciudadanía hoy
RAÚL DORANTES Y FEBRONIO ZATARAIN

Telescopio SASIR: cinematografía cósmica
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ

Leer

Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Música de la música (200 años de E. A. Poe)

Enrique Héctor González


Retrato de Edgar Allan Poe por Marlo McKillop y Nutroaster

I

Hace doscientos años nació Edgar Allan Poe. Dos notables escritores, Charles Baudelaire y Julio Cortázar, fueron, entre otros numerosos admiradores (es difícil leerlo sin volverse adicto), quienes con mayor asiduidad se aproximaron a sus narraciones, dominadas siempre por una voz tan sólida, tan omnisciente, que aun hoy en día asombra por su pulcritud.

Nieto de un amigo íntimo de La Fayette , hijo de padres tuberculosos y él mismo esposo de una mujer (Virginia Clemm) y amante de otra (la poeta Frances Osgood) que mueren de este mal, aficionado al juego, al opio y al alcohol, su vida es una colección de deudas y conflictos que nunca le restó fuerza de ánimo a la hora de escribir ficciones y reflexionar sobre el hecho literario con intransigente lucidez, con una asertividad que explica la seducción que su obra ejerce sobre lectores de todo tipo y época.

Cumplido el doble centenario de su nacimiento, la estética de Poe (un cuento no debe ser alegórico, como la poesía; tiene que procurar un efecto único y omitir ese tributo exclusivo a la belleza reservado, según él, al dominio del poema, pues el ámbito de la narrativa es el de la verosimilitud) resulta más frugal que sus propios relatos, donde sobrevuela a menudo una nota de inquietante desmesura, un cierto exceso higiénico. Si fuera necesario reconocer otras de sus virtudes, habría que mencionar la inobjetable influencia que ejerció sobre los simbolistas franceses, que lo consideraban otro “poeta maldito” y, dentro de nuestro ámbito, sobre los modernistas hispanoamericanos; Gómez de la Serna , el polígrafo español que concibió las greguerías, escribió alguna vez que ser Whitman era fácil, ser Poe difícil; pero, sobre todo, los cultivadores del género cuentístico en los últimos dos siglos, procedan de la cultura que fuere, lo han convertido en lectura inevitable, un clásico de la modernidad.

Como Borges, fue autor de unos cuantos poemas sobresalientes pero de cuentos memorables. A diferencia del escritor argentino, que decía descubrir sobre la marcha si la escritura emprendida desembocaría en un poema, un cuento o un ensayo, en Poe está muy bien diferenciada la atmósfera de cada género: sus poemas son casi siempre apolíneos, ejemplo académico de virtudes métricas y acentuales; sus relatos, en cambio, se sumergen con frecuencia en el magma dionisiaco de sus obsesiones más pedregosas, encarnadas en personajes atormentados, en espíritus espinosos.

Luego de dos siglos, podemos pensar que quizá le estorbaba su estricta comprensión de los géneros: la poesía, para él, era “música ligada a una idea que da placer”; la prosa, en cambio, era sólo “idea sin música”, definición inflexible e inexacta porque, en muchos casos, sus cuentos parecen partituras de un treno delirante, música de la tenebrosa música de su propia existencia.

II

Entre los más de setenta y cinco cuentos que escribió, “La caída de la casa de Usher” revela, según Cortázar, “el lado anormalmente sádico y necrofílico del genio de Poe”. Muchas de sus historias, por cierto, suscribirían esta afirmación, pero el de Usher es, sin duda, un cuento donde los sentidos –principalmente el oído– cumplen un papel protagónico. ¿La sensibilidad extrema, acaso, es una forma de la locura? Tal vez convenga hacer algunas precisiones.

Resulta impropio hablar de “normalidad” en literatura: la palabra deviene paradójicamente descabellada (e ineficaz) en cuanto pretende determinar algún grado de locura en un personaje o incluso en el escritor. Poe, consciente de que sus historias se referían a circunstancias inexplicables y misteriosas, a espíritus dominados por una obsesión particular, prefería ver en la locura una “hipertrofia de los sentidos” –si asumimos que el discurso del narrador de “El corazón delator”, uno de sus cuentos más reconocidos, en cierto modo traduce el pensamiento del autor. Eso que cómodamente llamamos enfermedad mental sería, entonces, sólo una actividad más prolífica del olfato o un generoso desarrollo del gusto; se referiría a gente que ve de más o que escucha con una atención más fecunda y actúa en consecuencia.

Si el oído es el sentido que da sentido a “La caída de la casa de Usher”, es lógico que uno de los rasgos esenciales del cuento sea la musicalidad. Difícilmente, entre las de Poe (donde hay gatos desollados, crímenes panorámicos, catalépticos de un escepticismo escandaloso), se encontrará una historia que dé cuenta tan plena, en el aspecto formal y también en la anécdota, de la “apasionada devoción por las complejidades –más que por las ortodoxas y fácilmente reconocibles bellezas– de la ciencia musical”.

Dada su mórbida agudeza sensitiva (sólo podía soportar los alimentos más insípidos, ropas de ciertos tejidos, la débil luz de la tarde), el protagonista de la historia, Roderick Usher, no toleraba más que la sonoridad de unos pocos instrumentos de cuerda. Pero él mismo era músico ejecutante de difíciles armonías. Se trata de un tipo prematuramente avejentado, neurótico, cadavérico. Su voz de barco ebrio, de “incorregible tomador de opio”, variaba indecisamente.

Junto a este temperamento contradictorio y maniaco, que musitaba una y otra vez las mismas notas en su laúd delirante, la hermana de Usher, Lady Madeline, con su “enfermedad corporal aguda”, con una “dolencia constitucional familiar”, hacía una suerte de contrapunto incestuoso que el narrador, al llegar a esa casa, romperá para siempre. (Es posible que la “Casa tomada” de Cortázar, con su “simple y silencioso matrimonio de hermanos”, sea un trasunto del cuento de Poe.)

A este respecto hay que recordar que las interpretaciones biográficas y psicoanalíticas de los cuentos del autor estadunidense son muy numerosas. Generosamente equívocas, la tentación de caer en ellas es casi inevitable, dado lo mucho que se sabe de la vida del autor y la naturaleza cercana a la psicosis de sus símbolos. “El pozo y el péndulo”, por ejemplo, ha sido cuento paradigmático al respecto por razones obvias, que tienen que ver con el carácter fálico-vaginal de su título. En “La caída de la casa de Usher”, Roderick pinta un cuadro donde “una larga y rectangular cueva o túnel” ha hecho las delicias de quienes quieran ver en ella la representación de una enorme y larguísima vagina, como las que amamos y tememos en la adolescencia: el placer que nos devora.

T. S. Eliot, en su ensayo “De Poe a Valéry”, afirma que el cuentista de Boston “poseía el poderoso intelecto de un muchacho superdotado antes de llegar a la pubertad”. Es a esa peculiaridad de su imaginación (y no a los delirantes hallazgos de los psicólogos) a la que se debe que el aspecto de la casa de los Usher reproduzca una suerte de visión afiebrada del vientre materno, con su estanque “profundo y cenagoso a la entrada”, con diminutos hongos en las cornisas y los aleros, con “negras colgaduras” pendientes de las paredes.

Pero más importante que su carga simbólica, la sustancia de la música en el relato hace de la historia un verdadero lied que contiene y dispara, centrípeta y centrífugamente, el desenlace: se trata de una explosión precinematográfica que no sólo ha seducido a algunos cineastas, sino que Alan Parsons también aprovechó, en su momento, para aderezarla de sonoridades progresivas. En un instante climático del cuento, Usher canta al laúd un poema, “El palacio de las apariciones”, lleno de alusiones musicales. Las primeras cuatro estrofas se refieren a un recinto idílico, habitado por “ángeles buenos”, espíritus que “se movían musicalmente”, y donde entraba “una muchedumbre de ecos cuyo dulce deber/ sólo consistía en cantar”. En la quinta y penúltima estrofa, el recinto es allanado, transgredido (verdadera violación del útero, diría Jungadler Lacanfreud) “por unos seres del mal con ropas de duelo” que, al término del texto, expulsan a los habitantes del palacio en “un feo tropel que se precipita eternamente/ y ríe, pero ya no sonríe”.

Todo en el cuento es enigmático: esa risa que dejó de ser sonrisa, la hermana revivida por la música, una casa que no cae sino que hace implosión. Por encima de tan manifiesta sonoridad, el genio de Poe, atento al anagrama en que se cifra la gran literatura (toda “imagen” supone siempre un “enigma”), permanece intacto, en su lugar.