Manuel Álvarez Bravo |
9:19 am–12:32 pm
Yunuen Cuenca
Está recostada sobre la cama, las sábanas rozan sus muslos mientras el sol aparece por la ventana. El viento sopla levemente, el sonido de los pájaros es tenue comparado con el silencio que ondea en el cuarto. La ventana se dirige al oriente. Aún no sabemos cómo es la habitación ni conocemos el ascético decorado que tiene. Sólo se ve una fotografía en blancos y negros sobre la pared, un caracol se escurre sobre una calabaza y aunque el molusco no avance, se supone vivo; debajo se lee “Manuel Álvarez Bravo”. Justo al lado cuelga otra fotografía donde una mujer se cepilla la cabellera frente a un espejo; debajo se lee “Manuel Álvarez Bravo”. Enfrente del muro, un insípido librero retiene unos libros intonsos. Algunas plantas deambulan sin flores al lado de éste.
La cama es pequeña y la colcha amarilla roza las piernas de la mujer, blancos y fuertes parecen sus muslos. Hace calor y apenas es febrero. Los ruidos de la calle se filtran a través del silencio.
–Necesito un café –dice al hombre que detiene la cabeza de la mujer sobre el pecho.
–Sí, yo también.
Él tendrá alrededor de cuarenta años. Sus brazos lechosos son anchos y tienen algunas pecas. La oscura barba se riega tupida por casi todo el rostro, sólo se deja ver el labio inferior. El vello se trepa en el cuello, en la espalda, en el pecho, abdomen y piernas. Ella lo mira.
–Pero no me voy a levantar a hacerlo.
–Yo tampoco.
Y guardan silencio como si no se hubiesen escuchado. Él se levanta y la cabeza de la mujer cae pronto sobre la almohada. El hombre desnudo desdobla un mapa y lo inspecciona, intenta encontrar un destino. Luego gira la cabeza por sobre su hombro y fija la vista en las pocas plantas que sobreviven junto al librero.
–Entonces, ¿no te levantas a hacer el café?
–No –contesta lacónico.
Ella desvía los ojos al techo. La brisa detiene su paso y se escucha la sirena de una ambulancia.
–Podríamos ser tú o yo los que llevan en esa ambulancia –comenta la mujer, que espera decir más de lo que hasta ahora se ha dicho.
–Pero no lo somos –responde conciso él. Aún no la mira.
Entonces ella se levanta y enfila hacia la cocina. El suelo está fresco, los pies descalzos se enfrían. La sensación recorre su cuerpo, primero el talón, las pantorrillas, luego las rodillas, llega a los muslos, caderas y pechos; pezones despiertos. Él la mira partir y contempla sus rígidas nalgas hasta que desaparece.
–Toma que se enfría –dice mientras vuelve con dos tazas.
–Gracias –el hombre la observa.
Son amantes pero no confidentes. Ella lo sabe y él lo ignora pero no por falta de conocimiento sino por voluntad, a veces virtud, repite la mujer cuando lo piensa.
–Necesito decirte algo –musita la mujer.
–¿Qué? –responde él.
–Bueno que … que te quiero mucho –improvisa.
–Yo también –lo inventa.
–¿En qué piensas?
–Más bien, ¿en qué piensas tú? –el hombre devuelve la pregunta.
–Pues en nada pero a la vez en todo... es que no sé definirlo.
–¡¿Qué quieres de mí?! –desespera el hombre
–Nada, perdón. Idiota, el silencio es redentor, amigo, balance, represión.
– Es que tu silencio me violenta –se atreve la mujer.
El hombre mantiene el mismo silencio que sabe la aplasta, carcome y desespera. Y lo prolonga no porque quiera sino porque no sabe hacer otra cosa. La situación entonces discurre como en una ecuación: si esto, esto; si aquello, aquello; una cosa es una cosa y otra es otra, se aclara la mujer. Y es que para él no hay más, no existe la necesidad de hablar pues el lenguaje es ínfimo. Ella en cambio entiende al silencio como un oponente, como la falta de pensamiento o peor aún, como la renuncia a éste. Entonces se extiende un incómodo hueco en el que caben la risa, el abandono, el amor, la evasión, el coraje pero, sobre todo, el olvido.
Pasa del mediodía, el sol ya no pega de frente en la habitación. El fresco del suelo ha disipado. No se miran, no se buscan, no se encuentran.
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