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Una buena (I DE II)
Hace menos de dos meses, concretamente el 11 de diciembre de 2008, en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) fueron aprobadas, entre otras, la Ley de Filmaciones del Distrito Federal (LFDF) y la Ley de Fomento al Cine Mexicano (LFCM). Fue tal vez la fecha –tan próxima al período vacacional decembrino y lo que éste implica en términos de desapercibimiento– lo que le confirió, al menos en el orden noticioso, un inmerecido bajo perfil a un acontecimiento de suyo relevante.
Para empezar no es poca cosa que, por una vez al menos, ese bullente caldo de grillos haya logrado ponerse de acuerdo para sacar adelante algo que no sea el porcentaje en el que aumentarán los sueldos que a sí mismos se asignan, o la preservación de los incontables privilegios autootorgados un período legislativo sí y otro también. Tampoco es irrelevante que la aprobación de las LFDL y LFCM se haya dado de manera íntegra y de modo unánime, toda vez que esta última condición, la unanimidad, parecía una auténtica misión imposible al interior de un cuerpo legislativo más orientado a servir como escenario –y a la vez como botín– de las interminables batallas políticas libradas ya no se diga entre diferentes partidos políticos, sino al interior del cascarón amarillo y negro que con tanta enjundia los llamados chuchos pelearon recientemente, hasta quedárselo entero para ellos solitos.
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Dejando de lado el bien ganado aplauso que se merecen todos aquellos que lograron la proeza antedicha, entre quienes cabe destacar a Elena Cepeda, secretaria de Cultura del Gobierno capitalino, así como al diputado Tomás Pliego y al también legislador Mauricio Toledo, presidente de la Comisión de Cultura de la ALDF, queda la miga, misma que, más allá de los buenos propósitos y generalidades discursivas elevados a la estatura de leyes –por ejemplo aquello de “fomentar la identidad y la diversidad cultural en la ciudad”–, consiste en la especificación manifiesta de ciertos derechos relativos al cine que parecieran darse en automático pero que, al no estar legislados y considerando la forma en la que, por lo menos desde que el Tratado de Libre Comercio entró en vigor, eran prácticamente inexistentes. Ponga usted a la cabeza de tales derechos estos dos:
a) El ciudadano tiene derecho a ver cine y obra audiovisual diversa.
b) El productor mexicano tiene derecho de acceder a su público más inmediato que le dio origen.
En cuanto al primero, es preciso tener una visión rabiosamente neoliberal para creer que actualmente todo ciudadano está en posibilidades de ejercer ese derecho. Basta con apersonarse en la taquilla de un multiplex y mirar el costo del boleto, que cuesta prácticamente lo mismo que un salario mínimo en la zona económica menos desfavorecida –aunque esto es un mero decir–, para entender que a un porcentaje muy elevado de la población –aquí se habla de la del Distrito Federal, pero desde luego que lo mismo vale para la del país entero– le resulta definitivamente imposible concurrir al cine ya no se diga con regularidad, sino incluso de manera ocasional, incluso si lo hiciera solitariamente. Esa situación explica, mejor que las medianamente cocodrilescas lamentaciones de ciertos empresarios, el florecimiento de la piratería, ese paraíso de la ilegalidad que permite ver y escuchar, aunque sea con una calidad ínfima, todo aquello que los asaltos autorizados al bolsillo vuelven prohibitivo. El derecho ciudadano al esparcimiento y a la cultura, que se supone garantizado en muchas otras leyes que aplican en México, es claramente nulo desde la perspectiva económica. De este modo, si hay que interpretar la nueva ley como lo que es, vale decir como el instrumento que en los hechos haga posible el disfrute del mencionado derecho, más que la anunciada “semana de cine mexicano en el DF”, cuyas buenas intenciones nunca podrán sobrepujar un carácter fugaz intrínseco, destaca la promesa de darle cuerpo a una “red de salas para exhibición de cine mexicano en el DF, con calidad, y permanencia de las obras en pantalla durante un mínimo de diez semanas”. Se ha manejado también que dicha red de salas privilegiará los rumbos de la ciudad que actualmente carecen de o tienen poca infraestructura cultural, y que los precios en ellas serán accesibles.
Queda por ver, y es un dato que a dos meses casi de haberse aprobado las LFDL y LFCM ya debería estar circulando, de cuántas salas se habla, cuáles precisamente son o podrían ser esos sitios de la ciudad con “poca” infraestructura cultural –pues cualquiera diría que casi todos califican–, y de cuánta lana se está hablando al mencionar que habrá “precios accesibles”.
(Continuará) |