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Hugo Gutiérrez Vega
IL GATOPARDO
Al Señor Embajador de Italia dedico este comentario sobre una antigüalla artística italiana. Espero que no lo distraiga en su estudio del arte contemporáneo de su país, materia que conoce a fondo, sobre todo en sus aspectos más irrelevantes.
La última vez que vi Il gatopardo, de Lampedusa-Visconti, fue en la casa de Sergio Pitol en Xalapa. Ambos decíamos de memoria algunos de los parlamentos de los actores y permanecíamos deslumbrados ante una novela tan perfecta y su versión cinematográfica igualmente perfecta. Veo la caravana de coches en el paisaje yermo. Habían abandonado un Palermo en llamas, con los garibaldinos ondeando la bandera tricolor y los últimos soldados de la monarquía borbona de Nápoles y las dos Sicilias, tristemente encabezada por el debilucho Franceschielo, arrastrando sus banderas blancas con el escudo ensangrentado de la casa real muerta.
Veo a Tancredi (un Alain Delon en plena y arrogante juventud) caracoleando su caballo entre las carrozas. La mirada de Concetta, su prima y enamorada, lo perseguía sin descanso. El Príncipe Salina dirigía con mano fuerte los trabajos del viaje, y esperaba con ansia la llegada a Donna Fugatta, el poblado familiar que presidía el Palacio Salina y que esperaba con toda la parafernalia religiosa y civil a los viejos dueños que, por la astucia del Príncipe (“Principone mío”, le decía la gordezuela prostituta que visitaba subrepticiamente en un barrio de Palermo), ya se iban adaptando a los nuevos y torineses tiempos.
Veo a la bellísima signorina Sedara riendo abruptamente y, por lo mismo, rompiendo un protocolo susurrante, en plena cena formal en el palacio de los Salina. Su padre, el zafio alcalde del poblado, organizaba los nuevos tiempos republicanos y el Príncipe sabía que era necesario que todo cambiara para que todo siguiera igual. Por lo tanto, había que casar a Tancredi, modernizado cachorro de los viejos gatopardos, con Angélica, la hija del alcalde. De esa manera la aristocracia continuaría viva y palpitante bajo la banda tricolor garibaldina ya traicionada por la burguesía torinesa y la nueva monarquía parlamentaria que encabezaba, un poco simbólicamente, el Rey Vittorio Emanuelle.
Claudia Cardinale tenía una juventud esplendorosa y un fuerte romance con la cámara cinematográfica. Por eso resultaba ideal para Tancredi gozar de la hermosura de su novia y, al mismo tiempo sellar un pacto entre las dos clases sociales. Algo parecido sucedió en México, cuando los vástagos de los caudillos revolucionarios se casaron con las frágiles flores del invernadero porfiriano que cuidaba con tanto esmero la virtuosa doña Carmelita.
La larga secuencia del baile ocupa todo el secondo tempo de la versión cinematográfica de Visconti. Al final, un inmejorable Príncipe Salina, me refiero a Burt Lancaster, dice las palabras agoreras de Lampedusa. Bajo el cielo parduzco de una madrugada otoñal, en las calles destrozadas de Palermo, el Príncipe, ya en los dinteles de la vejez, habla con la estrella de la mañana: “Oh estrella, estrella, cuaándo me darás una cita en tu reino de certeza perenne.” El Príncipe se fue perdiendo por las calles destruidas por la guerra y se hizo el día.
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