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LAS MÚLTIPLES PATRIAS DEL DOLOR
ODETTE ALONSO YODÚ
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Runas del deseo. Antología poética, 1971-2004,
Cristina Peri Rossi,
UACM,
México, 2008.
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Tengo un dolor aquí
del lado de la patria.
Cristina Peri Rossi
Las runas no suelen dar respuestas complacientes. Los asuntos que a ellas se les plantean se nos regresan como presagios trabajosos y crípticos. Cual vida de exiliado, cual crónica de naufragio, cual balance final de quien “vivió para contarlo”. Eso es esta antología de poemas de Cristina Peri Rossi (Montevideo, 1941), seleccionados por Àngels Gregori, que nos entrega la Universidad Autónoma de la Ciudad de México: la crónica en versos del azaroso naufragio repetido y recurrente que constituye todo destierro.
Exilio, mujer y leguaje –esos tres cotos de arenas movedizas– son temas cíclicos en estos textos escritos entre 1971 y 2004, “tiempos de echarse al mar y navegar./ Zarpar en barcos y remolinos/ huir de guerras y tiranos”, años en que Cristina se ha visto sumergida en “las múltiples patrias del dolor”, que le han causado un irreprimible miedo a ser feliz, un desencanto existencial sin cura que halla lugar, por supuesto, en su poesía.
Después de aquel primer exilio que nos expulsa del vientre materno, Peri Rossi considera el despojo que la arrancó de su patria como un “segundo nacimiento”. Así, sobre la furia y la nostalgia de las pérdidas, empieza a levantarse un mundo nuevo donde ni los pájaros son iguales, donde es imprescindible un re-conocimiento. A fuerza, por instinto de supervivencia, comienzan a apilarse las nociones del nuevo alumbramiento, no precisamente dichoso. El poema “Diálogo de exiliados” lo dejará planteado así: “Muchas veces te sucederá, dijiste,/ tú que tenías experiencia del exilio:/ creerás ver un rostro conocido/ pero no te engañes/ es otro diferente […]/ Lentamente/ te acostumbrarás a amar este otro mar.”
Lo primero que hacen los fundadores es re-nombrar las cosas; “cosas que no existieron nunca/ pero ahora, al pronunciarlas,/ son un hecho”. Las palabras son las runas del deseo, “son espectros/ piedras abracadabras”, pero también pueden ser confusión, cuestionamiento, “la eterna pregunta –quién soy–/ dicho de otro modo: quién sos”.
Cristina se fue a vivir a Barcelona, otra tierra y otra lengua. Tal vez ese enfrentamiento con esa sociedad bilingüe, esa biculturalidad que a veces no aprecia en toda su dimensión ni quien está apresado en ellos, negado a perder su identidad original pero urgido a hacerse entender, a abrir caminos, la ha hecho desarrollar una especie de obsesión con el idioma y con los diccionarios, esos almacenes de palabras que recrea una y otra vez en sus poemas. Ejemplo elocuente en esta antología es su juego de sintagmas en textos, como ese retrato que titula “Abecedario”, en “Babel bárbara” y en “Y sigue…”: “Ambigua y anacrónica,/ Belicosa, beligerante,/ Coral y cruenta,/ Durmiente y desvelada,/ Ebria, ensimismada,/ Franca, fingidora,/ Gestual, gótica,/ Hegemónica, heterodoxa,/ Íntima, insatisfecha,/ Juzgadora, jubilosa,/ Lúdica, licenciosa,/ Morosa, masturbatoria,/ Nívea, neurasténica,/ Osada, obcecada,/ Primitiva, polémica,/ Quijotesca,/ Recia,/ Silabante,/ Totémica,/ Virgen.”
“Balbuceo babélicas palabras/ de imposible traducción”, dice, y así la Babel fundada, bendecida y bautizada –mujer y ciudad, universo– es, entonces, “la ciega de las lenguas/ la Casandra en la noche oscura de los significantes”.
Enamorada y, por lo tanto, enajenada de un amor “gutural e instintivo/ como el celo de los animales”, ciudad y mujer se funden en un solo cuerpo que alivia, a ratos, las urgencias de la vida que sigue y las nostalgias de la patria, o más bien de la despatriación: “Creo que por amarte/ voy a amar tu geografía/ […]/ voy a aprender la lengua nueva/ […]/ voy a balbucear los nombres/ de tus antepasados/ y cambiar un océano nervioso/ y agitado […]/ por un mar tan sereno/ que parece muerto.// Creo que por amarte/ intercambiaremos sílabas y palabras/ como los fetiches de una religión/ como las claves de un código secreto/ y, feliz, por primera vez en la ciudad extraña/ en la ciudad otra,/ me dejaré guiar por sus paisajes/ por sus entrañas/ por sus arcos y volutas/ como la viajera por la selva.”
Y entonces mujer y ciudad fueron incertidumbres, confusión de lenguas y de sexos, una “casa/ de múltiples amantes/ y frágiles cerraduras”: “Una mujer me baila en los oídos/
palabras de la infancia/ […]/ melaza de palabras/ […]/ y me tiene así,/ prendida de sus letras/ de sus sílabas y sus consonantes/ […]/ hablándome me lleva hasta la cama/ […]/ por la dulzura de la palabra ven.”
La cama, ese “territorio sin banderas, sin fronteras,/ sin límites, geografía de sueños,/ isla robada a la cotidianidad, a los mapas/ al patriarcado y a los derechos hereditarios”. “El Edén de la cama” es otra ciudad fundada donde danzan las sobrevivientes de la pasión, donde se aman “hasta el éxtasis/ algunos cuerpos/ no necesariamente hermosos”. La cama donde descubrió entre “sábanas blancas/ sudario del amor que te cubría/ manto sagrado” que Dios era una diosa. La cama, donde murmura a la amante “entre las piernas/ la más secreta de las oraciones”. En ella hacían el amor el 11 de septiembre, mientras las torres caían y el siglo despertaba incierto y tremebundo.
Cama y mujer, enjambres de sueños sobre los cuales huir de la realidad, que es un “país de exilio donde no se puede vivir mucho tiempo”, donde todos somos forasteros, huérfanos, ya que mortales, “desamparados hijos de un Dios/ inclemente/ y por demás absurdo”; donde al final del trayecto no hay doncella que cure las heridas ni dulce patria adonde regresar, ni medallas ni honores, y sobrevivir se convierte en la “nostalgia/ de no haber muerto todavía”: “¿De modo que esta desazón/ estas ganas de huir a ningún lado/ este aburrimiento de la gente/ y aun de las cosas amadas/ este malhumor matinal/ eran, al fin de cuentas, la vida?”
Eso pregunta Peri Rossi, antes de echar todas las runas en la bolsa propicia y convocar con ellas al deseo, esa otra patria.
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