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Angélica Abelleyra
Rocío Cerón: abrirse hacia lo no dicho
Se ha aventurado en la poesía y las artes visuales. En ambos universos encuentra alicientes, preguntas, asidero. Y en esa tarea de darle esencialidad al hecho de nombrar, Rocío Cerón (DF, 1972) también cree en su capacidad de dar cuerpo a un verso no sólo en una página escrita, sino en otros soportes que amplían sentidos, sentires y públicos: un video, una pintura, una instalación o varios objetos que también son contenedores de universos poéticos.
Su abuela y tía abuela maternas fueron dos imantaciones hacia los significados de la palabra escrita. La primera era una excepcional conversadora que la hacía zambullirse en historias de indios jíbaros y aventuras en la Amazonia. La segunda, paleontóloga, le leía poemas en ruso y en inglés. Así que la joven empezó a escribir cuento, pero a los dieciocho años advirtió la naturaleza primera de la poesía: su capacidad de captar lo esencial de las cosas y propiciar una abertura hacia lo no dicho.
Ya caminaba el sendero poético y al mismo tiempo las artes visuales la alimentaban. Estudió Historia del arte y la mayor parte de sus amigos eran artistas visuales, así que en ambos rubros encontraba caudales para conducirse a un mismo punto. Luego fue a vivir a Nueva York y trabajó en una galería de arte contemporáneo. Aquella experiencia la ligó al trabajo interdisciplinario que, ya de vuelta en México, desarrolló en performances y bienales de poesía experimental.
Pero la advertencia de un conocido le cortó por un lustro algo de aquella vena heterodoxa. “Si no te pones a escribir y dejas esas cosas extrañas de performance, instalación y acciones, nadie te tomará en serio como poeta”, recuerda la frase lapidaria. Por inseguridad, por miedo o lo que se pueda sumar, hizo caso a la reprimenda y durante cinco años dejó de lado su relación con las artes visuales para dedicarse a esculpir sólo el lenguaje.
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Productos de aquella concentración en la escritura surgieron Litoral (Ed. filodecaballos, 2001) y Basalto, libro este último (Ediciones sin nombre, 2002) reconocido con el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en 2000. A la distancia lo ve como una construcción de esa identidad llamada padre, y la constitución del hombre que se pregunta sobre su estancia en el mundo y, a partir del hallazgo de un sitio, cómo desafía las realidades de ese mundo. Luego vinieron Soma (Ed. Eloísa, Buenos Aires, 2003), Apuntes para sobrevivir al aire (Ediciones Urania, 2005) y el más reciente, Imperio (Ediciones Monte Carmelo, 2008): una guerra que comienza en el núcleo familiar porque –dice la autora– el incendio siempre empieza en el comedor de la casa.
Animadora de proyectos como MotínPoeta (junto a Carla Faesler, desde 2002), Rocío está cierta de la riqueza de ejercicios de este tipo, donde se experimenta la poesía en diversos soportes y se reconstruyen aquellos aires de complicidad artística que perdieron alas desde los años ochenta. Le queda claro que la escritura es su fundamento, su piedra de toque y salida. Celebrará siempre ver el poema dando vida a un libro, pero al mismo tiempo ha entendido que el verso crece de muchas maneras, con música, con una dimensión matérica en una instalación, al lado de un objeto o en una lectura en YouTube. Por eso Imperio continuará su periplo más allá de un bello volumen. A futuro lo hará en piezas visuales que realizará al lado de un músico (Bishop) y un videoasta (Nómada), en formato escénico.
Editora desde 2003 de El billar de Lucrecia –junto con Washington Cucurto, es un proyecto que ya dio a luz nueve libros y cerrará en noviembre de 2009 con el décimo quinto (como quince son las bolas de billar), para luego desaparecer–, dice que uno de sus sueños ha sido generar un espacio de encuentro entre los autores latinoamericanos a través de la poesía. Un acto de resistencia alrededor, sin arriba y abajo, de las instancias culturales de la región, que lo mismo se ha gestado en Chile que en Argentina, Bolivia y México, para hacer circular y agitar la poesía como una manera de batir alas y desempolvarlas.
De manera paralela, a nivel personal, Rocío espera abrir canales de gestación para su próxima apuesta escritural: a partir de un viaje a París y de una flor robada de una tumba en Montparnasse, circundar la vida de aquella familia extinta que fue despojada de un tributo seco, posteriormente cosido al diario de la poeta mexicana. Y en su nuevo ejercicio experimentará las entonaciones, las puntuaciones y los ambientes rítmicos, emocionales y visuales que siempre transmuta al ejercicio literario.
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