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Andrea Camilleri: actualizando el referente
Jorge Alberto Gudiño
Más allá de las voces que proponen el carácter inútil de toda obra artística y, en consecuencia, de la literatura, es sencillo reconocer los indicios en los que el texto literario, en general, y la novela, en particular, aportan elementos de gran utilidad para quien se acerca a ellos. Demostrarlo es demasiado fácil, aunque le pese a quienes creen que es en el idealismo, y no en la práctica, donde la obra encuentra su verdadero valor. Baste decir todo lo que se aprende con la lectura para desbaratar sus argumentos. En el campo particular de los conocimientos adquiridos, los referentes forman una parte sustancial. No sólo porque el ser humano haya aprendido a sentir como lo hace hoy en día a partir de las lecturas, pues también se ha llenado de prejuicios.
Es suficiente pensar en ciertas generalizaciones que provienen de la literatura para caer en la cuenta de que son los textos los culpables de que la puntualidad inglesa venza a cualquier otra; de que los franceses tengan un carácter agrio; de que los latinos sean los mejores amantes del mundo… y tantas cosas más. Incluso los regionalismos operan más allá de las particularidades de sus habitantes. Así se llega a Sicilia, tierra de mafiosos, de gente peligrosa; una isla donde lo mejor es no meterse en problemas. Tales son los referentes que la literatura y luego el cine han sembrado en el imaginario colectivo. Al menos hasta ahora.
Andrea Camilleri se ha ocupado de desmitificar esta idea. Siciliano de nacimiento, se decantó por la dramaturgia en su primera época, incluso fue guionista y director de televisión. Sin embargo, fue un año antes de convertirse en septuagenario cuando dio vida al comisario Salvo Montalbano. A partir de entonces, la fama lo señaló como el más vendido de los escritores italianos, como uno de los autores más leídos en Europa. Y todo por una saga en la que resulta inevitable suponer que los sicilianos no son como nos los habían pintado hasta entonces.
Es cierto: la saga, que ya alcanza una docena de libros, (La forma del agua, El perro de terracota, El ladrón de meriendas, La voz del violín, La excursión a Tindari, entre varios otros, Ed. Salamandra) es de corte policíaco. De un policíaco moderno que descansa en un comisario de policía que se ocupa de una ciudad inventada por Camilleri: Vigata. Los artilugios que utiliza Montalbano para desentrañar los crímenes no son espectaculares ni mucho menos; sus habilidades podrían ser fácilmente opacadas por otros detectives más intrépidos, inteligentes, encantadores, intuitivos o violentos. Los casos por sí mismos no pasan de unos cuantos asesinatos perpetrados en una pequeña provincia que arrastra la tara de ser un criadero de mafiosos donde, de tanto en tanto, se ejecutan unos a otros. Visto con calma, poco es lo que tiene que aportar esta saga a la novela policíaca o al género negro.
La clave de su éxito está en otra parte. En primer lugar, en su protagonista. Salvo Montalbano no es un comisario normal ni mucho menos. Es un hedonista que no se ha dejado atormentar por la vida como la mayoría de los personajes que comparten su oficio. Acompañarlo en cada uno de sus casos es darse la oportunidad de saborear la existencia como él lo hace. Su casa a orillas de una playa casi virgen, por donde él pasea, es la primera de las ideas que vienen a la mente. Que estos paseos sirvan para hacer la digestión es la pista necesaria. Entre las cosas que más disfruta el comisario está comer. Tanto, que es cliente habitual de trattorias donde se hace servir los platos más suculentos con la condición de que no se le hable mientras come. Es cuando el lector se puede regocijar con una serie de menús dignos de los paladares más exquisitos. Si a ello se suma el romance que sostiene desde hace varios años con Livia, el carácter de Montalbano se va forjando. A sus más de cuarenta años, prefiere mantener esa relación periódica que casarse. Quizá sea porque de ese modo le tocan las mieles y no los desaguisados de la vida en pareja. Además, se permite la compañía de amigas seductoras que ponen a prueba su lealtad.
Pero Montalbano no es el único. Está rodeado por una serie de personajes que van de la caricatura a la carcajada. Primero, sus subordinados. Los hay quienes gustan de las biografías de todos los que tienen que ver con un caso, los que no son capaces de articular una frase con sentido o anotar un recado con acierto, los que encontraron en el matrimonio y la paternidad la forma para escapar del trabajo. Todos juntos, una caterva por demás sui generis. Si a ellos se suman las autoridades de justicia de la región, el resultado es una risa constante, apenas interrumpida por alguno de los regocijos del comisario.
Es cierto, la literatura policíaca goza de poco prestigio entre algunos lectores. La obra de Camilleri no entra en ese parámetro. Y no sólo porque su función va mucho más lejos que el simple acto de contar una historia. También se ocupa de enterar a quien se adentra a sus páginas de un cúmulo de detalles que permiten reconstruir una Sicilia casi paradisíaca. Además, esta visita se hace acompañado por un personaje que se sabe sibarita y actúa en consecuencia. Como aliño final de este apetitoso manjar, el humor que se despliega a partir de conversaciones que lindan en lo absurdo enaltece el espíritu de quien se acerca a esas latitudes.
Y es el conjunto pleno, el que se configura del misterio a las pesquisas, de la seducción a la carcajada, del hedonismo al enojo, el que va permeando en el lector para formar un nuevo referente. Uno que apunta al sentido del humor de los sicilianos, a su forma de ver la vida más allá de las mafias y el miedo que son capaces de provocar. A fin de cuentas, la excentricidad que los caracteriza de mejor modo es su continuado esfuerzo por disfrutar la vida.
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