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Ilustración de Víctor Garrido |
El pensamiento de Hermann Keyserling
Andreas Kurz
Hace cien años nacieron Simon Wiesenthal y Edward Teller, dos biografías ejemplares del siglo xx. Dedico el presente artículo a la memoria de aquél, al olvido de éste
Podría deducirse de un artículo publicado en Letras Libres de noviembre de 2007 que Hermann Graf Keyserling, el conde Keyserling, se conoce en América Latina sobre todo gracias a un chisme. Escribe Danubio Torres Fierro al margen de ese texto: “Fue aquel conde de Keyserling, que casó con Goedela von Bismarck y fue autor de un libro titulado Figuras simbólicas, a cuyos avances eróticos Victoria Ocampo impuso un cortante ademán reprensivo [sic] y al que en sus abundantes cartas de finales de los veinte ella insistía en llamar ‘Mi querido K.'” Me alegro que una de las figuras principales de la filosofía irracional alemana, cuya fama opacó durante varias décadas a la del bigote súperhumano, haya caído en un olvido profundo, del que resurge ocasionalmente en su papel de amante rechazado por la cuñada de Bioy Casares fundadora de Sur, y autor de un libro que dista de ser el más influyente entre la veintena escrita por el conde lituano-alemán. Esta marginalidad de Keyserling permite una somera revisión de la influencia de su pensamiento, que es quizás la manifestación más clara del éxito avasallador que irracionalismo e intuicionismo filosóficos alcanzaron en las primeras décadas del siglo xx en Europa, de donde tales ideas fueron exportadas a todo el mundo. Lograron arraigarse de manera profunda en la vida intelectual mexicana.
Aún en 1947, uno de los diccionarios de filósofos más populares en Alemania otorga a Keyserling tres páginas, sólo una menos que a Kierkegaard. En la más reciente edición del diccionario de Ferrater Mora, el conde ocupa cuatro columnas, el pensador danés once. Obviamente, para la filosofía académica, el alemán se ha vuelto una figura de interés casi nulo. Sus libros dejaron de editarse, hay que buscarlos en anticuarios. Finalmente, el indicio infalible para el olvido que sufre Keyserling: Encarta no lo registra.
Es inevitable recurrir a la famosa diferenciación entre capital real y simbólico de las obras intelectuales. Keyserling poseía aquél en alto grado, carecía de éste. Para sus contemporáneos, el Graf fue un pensador mesiánico, la figura luminosa de una nueva era y, al mismo tiempo, su dios. Tagore lo admiraba y veía en él al mejor conocedor europeo de Oriente. Henri Lichtenberger, no en balde traductor de Nietzsche al francés e intermediario entre un Nietzsche francés y uno mexicano, decía: “Keyserling es uno de los europeos más grandes de nuestro tiempo, uno de los que más hicieron para que nuestro doloroso período transitorio se diera cuenta de lo que es y debe ser, uno de los primeros profetas de la nueva era.” Cierta parte del pensamiento mexicano de las primeras décadas del siglo xx lo idolatraba. Cuando, en septiembre de 1927, Samuel Ramos se atreve, desde las páginas de Ulises, a proclamar la caducidad de la filosofía irracional, José Romano Muñoz le contesta enfurecido con una referencia a Keyserling, cuya “admirable interpretación filosófica de la historia” proporciona, según el influyente filósofo mexicano, “la clave y el método para una irreprochable visión de la historia como proceso de los valores de cultura.”
Keyserling es, más que Nietzsche, el pensador de cabecera del grupo intelectual alrededor de los Contemporáneos. Ni siquiera la intachable erudición de Alfonso Reyes quien, en su grandioso “Discurso por Virgilio”, se burla finamente de los Gobineau, Spengler y Keyserling, y de sus burdas clasificaciones culturales y raciales, fue capaz de desentronizar al famoso conde. Aparte de una serie de colaboradores más o menos filósofos, más o menos conocidos hoy día, Keyserling tiene a otro aliado fuerte en Contemporáneos: Bernardo j . Gastélum. El sinaloense había heredado de José Vasconcelos no sólo la Secretaría de Educación, sino también el papel de mecenas y protector del grupo alrededor de Torres Bodet. Hasta 1928, desde Salubridad, apoyó con puestos y contactos. Financió los primeros ocho números de la revista Contemporáneos, en cuyas páginas publicó varios artículos extensos. Convencido del valor político y médico de la eugenesia, Gastélum aprovechó la publicación para construir un modelo teórico para su pensamiento que, lamento decirlo, es incuestionablemente fascista. Erradicar los elementos biológicamente improductivos de la herencia racial mexicana, “no continuar cultivando como plantas valiosas aquellos sectores de especies que no guardan ya ningún mensaje para el porvenir y que representan un grave estorbo a toda labor de altura” (cito de Contemporáneos de noviembre de 1928), son propósitos declarados del político. Su concretización se encuentra en medidas como los exámenes prenupciales obligatorios establecidos con el objetivo de impedir matrimonios (equivale a procreaciones) “dañinos”.
En los años veinte, Gastélum puede fundamentar sus posiciones con la ayuda de la filosofía irracional-intuitiva. Henri Bergson parece ser su pensador favorito. Los intentos del francés de reconciliar la ciencia moderna estrictamente racional con un origen religioso e inspirado de la existencia, con la idea de un aliento divino que apenas pone en marcha la evolución y que es la causa de una creación espontánea que así ya no es espontánea, atraen a Gastélum, cuyas posturas anticientíficas e irracionales parecen justificarse gracias a la deducción estricta y la razón. La fama del conde Keyserling le conviene por las mismas razones. En su reseña (de enero de 1929) de Diario de viaje de un filósofo, el texto más leído del alemán, Gastélum interpreta a Keyserling como la reconciliación entre Nietzsche y Spengler, los dos iconos de la irracionalidad, ya que corrige el pesimismo spengleriano y enseña la virtud al “hombre belicoso y dominador de Nietzsche”. En otras palabras: no el autor del Zaratustra, sino Keyserling genera al nuevo hombre.
Es sabido que el mito peligroso de una renovación del género humano, de la creación de un nuevo tipo de hombre, recorre –desgraciadamente no en forma de fantasma– todo el mundo intelectual occidental de las primeras décadas del siglo xx, no importa su coloración política. Produce dos ideologías totalitarias y una escatología pseudoreligiosa, pseudomítica que domina la vida de la centuria. Bergson, Nietzsche, Spengler, Keyserling en filosofía; Hesse, Gide, Hamsun, en ocasiones hasta el matemático Musil, en literatura, pertenecen a la larga lista de sus propagadores. Su valor intelectual y artístico varía; comparar el pensar del conde con el de Nietzsche en sus detalles sería un sacrilegio. Aun así los une una paradoja que, décadas después, Karl Popper develaría: la decisión a favor de la irracionalidad es racional, mientras que el pensamiento racional se basa, inevitablemente, en una decisión irracional. Me atrevo a agregar: si la irracionalidad se propaga y asume sin titubeos, si se instala como programa, más sólido y claro, más irrefutable parece entonces la “filosofía” construida a raíz de tal toma de decisión.
La claridad aparente garantiza el éxito. Keyserling encuentra en su época a más lectores que Nietzsche o Spengler, es decir, en él la irracionalidad aparece en forma pura y fácilmente digerible en culturas diversas. En su Diario de viaje afirma categóricamente: “Soy un metafísico.” El metafísico al estilo de Keyserling renuncia a tener un yo: “El centro de su conciencia debe coincidir con el del mundo. El metafísico debe contemplar todo fenómeno singular desde el punto de vista de Dios.” ¡Qué modestia la de Keyserling! No puede haber egoísmo en su pensar, dado que su ego se funde con Dios y lo abarca todo. Este punto de partida humilde desencadena la filosofía del conde, que se concentra casi exclusivamente en su excelsa personalidad cuasi divina. Keyserling nunca teoriza. Viaja y observa y relaciona, muchas veces durante el mismo acto de observar, lo percibido con la persona del observador-pensador.
A comienzos del siglo xx, el conde conoce todo el planeta. Aparte del gran Diario, publica sus impresiones de Sudamérica, Estados Unidos, Oriente. En Buenos Aires lo recibe una multitud, a la que se dirige con las palabras, quizás pensadas para Victoria Ocampo: “No vine a enseñar, sino a aprender.” Conocemos esta falsa modestia pedagógica, una de muchas variantes de la soberbia incultura socrática. El que viene a aprender, enseña. Mejor dicho: se enseña a sí mismo. Keyserling es mesiánico. Lleva un mensaje a donde vaya. El mensaje se titula: Keyserling. La irracionalidad de su postulado metafísico inicial le permite afirmar su propia vida como modelo ontológico. Si Nietzsche construye una ficción poética, a un nuevo hombre cuya realización es cerebral, nunca concreta, el conde, al contrario, se exhibe a sí mismo como primer representante de la nueva humanidad. Parece decir: “Yo soy el superhombre, porque en ello consiste mi proyecto de vida. No nací así, me formé, devine lo que Nietzsche sólo soñaba.” Los libros de Keyserling se adoran porque los escribe él, no por su contenido filosófico. Su pensamiento se subordina a su personalidad. Lo que fabula ha de ser cierto porque él lo fabula. No es el pensamiento que genera al yo, que lo define en todas sus facetas, sino un proyecto de yo surgido espontáneamente que busca un pensamiento a su altura. Es difícil imaginar un irracionalismo más marcado y más peligroso.
En 1920, después de sus viajes, Keyserling funda su Escuela de la sabiduría. Es enseñable la sabiduría. No se obtiene dolorosamente en el transcurso de toda una existencia, dado que ya hay un modelo reproducible, fácil de implantar en las mentes de los alumnos. El modelo se llama, por supuesto, Hermann Graf Keyserling.
Todo lo demás son millones de palabras: la búsqueda por el “Sinn” (sentido) que se construye y varía de día en día; la fascinación por las religiones orientales, la estoica inmovilidad del Buda; la esperanza de encontrar en Sudamérica las culturas prelógicas; la atracción ejercida por la violencia de los ritos religiosos; los intentos de integrar vida y muerte, de formular una teoría holística. Todo esto se subordina a la esperanza de que pronto aparecerá una nueva época dominada por un nuevo hombre guiado por la intuición y el sentimiento. Como Hesse en su Demian, Keyserling se asusta ante el baño de sangre que significa la primera guerra mundial; como Hesse y Thomas Mann, le da una bienvenida entusiasmada, ya que es inevitable que la nueva era empiece con una orgía violenta. Es cierto, sin duda, que los sueños de la razón producen monstruos. Es igualmente cierto que los sueños de la irracionalidad producen cataclismos.
El intuicionismo filosófico es una reacción exagerada ante las exageraciones del positivismo decimonónico. Cabe la pregunta: ¿dónde está la razón? Creo que Popper encontró la respuesta: la razón es diálogo; entre vivos y muertos, en libros, revistas, universidades, congresos. La razón a veces admite –y lo hace con alegría– que no tiene razón. Ni el positivismo de Comte, ni el irracionalismo de los Bergson y Keyserling aceptaron errores. El positivismo siempre tiene razón porque es su representante autoentronizado; el irracionalismo no falla porque no hay razón…
A comienzos del siglo XXI, el conde Keyserling es una figura olvidada. Su impresionante influencia en la vida intelectual mexicana –y de todo el mundo- es un tema para los historiadores. Espero que pronto también las pueriles interpretaciones súperhumanas y superpoéticas del cínico Nietzsche sean olvidadas. Parece que vuelve a reinar la racionalidad, pero me temo que todos quieran tener razón, que no haya diálogo, que la capacidad de decir “tienes razón”, la que –según Popper– es el ingrediente que apenas constituye la racionalidad, disminuya cada vez más. La radicalidad del conde irracional debería enseñar sobre todo una cosa: la razón nadie la tiene.
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