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La diversidad poética
Alex Fleites*
¿Quinquenio poético? El término nos trae amargas reminiscencias a los cubanos, de cuando nos debíamos al bloque socialista y los planes económicos –siempre deficientes, siempre incumplidos– se diseñaban por lustros.
¿Quién puede decir con certeza qué ha ocurrido en el intrincado campo de la lírica cubana desde 2002 hasta nuestros días? Con mucho, la poesía es el género más inquieto, frecuentado y revitalizador de todo el panorama literario de la Isla. Y esto es así desde el surgimiento mismo de la nacionalidad, curiosamente anunciada por el poema Espejo de paciencia (1608), adjudicado al canario Silvestre de Balboa.
Como sucede en la mayoría de los barrios de esta aldea global, la poesía, entre nosotros, se desarrolla de espaldas al gran público. Es decir, su repertorio técnico se hace más complejo y sus contenidos se ahondan sin tener en cuenta la en otro tiempo imprescindible interacción autor-lector, ya que el gusto de este último ha quedado anclado en el romanticismo o, a más dar, en la vanguardia menos punzante. Así es que aquí hacemos –o intentamos– poemas para el consumo exclusivo de los colegas, los críticos y un mínimo puñado de entendidos.
Sin embargo, se escribe mucho y bien. Y se publica en abundancia, ya que a las editoriales nacionales se han sumado, en los últimos años, al menos una por provincia.
A pesar de que mi visión puede estar contaminada por desinformaciones varias y algo de sectarismo estético, me aventuro a decir que lo característico de este momento, en que no existe una testa coronada de unánime aceptación –como José María Heredia y Julián del Casal, en el siglo XIX; y Nicolás Guillén y José Lezama Lima, en el xx–, es la diversidad en el discurso, el compromiso crítico con la tradición y una absoluta voluntad cuestionadora que no reconoce tabúes ni zonas de forzoso silencio.
Superado el excesivo contenidismo de décadas atrás, la usurpación de funciones a géneros –como el periodismo– gravemente comprometidos con la celebración a ultranza, y el empleo de fórmulas enunciativas más propias de la prédica política, los autores de esta hora asumen la abigarrada realidad y sus violentos e inesperados vaivenes, no sólo para reflejarla, ni para diseccionarla, ni siquiera para exaltarla o denostarla, sino para, a partir de ella, conscientemente crear una realidad otra, que es la de la obra de arte, y que se atiene a una dialéctica particular que dicta, en última instancia, los criterios de maestría y excelencia.
Detenido ante el librero, salto sobre los nombres más establecidos, casi todos provenientes de la década de los cincuenta en el pasado siglo, en los cuales, si bien continúan produciendo a tenor de sus reconocidas calidades, no hallo esa desgarrada vocación escrutadora sin la cual no se entrega el prodigio. Y tomo, sí, un grupo de poemarios que sinceramente me gustaría recomendar para una lectura participativa y enriquecedora. Todos fueron publicados después de 2002 y sus autores esgrimen, a mi juicio, las voces más inquietantes, lúcidas y aportadoras de la poesía actual.
Son ellos Bosque negro, El libro de las clientas y Catch and release, de Reina María Rodríguez; El extraño tejido y El maquinista de Auschwitz, de Víctor Fowler; Manos de obra , Escrito en Playa Amarilla y Born in Santa Clara, de Sigfredo Ariel; Libro del invierno, Autorretrato con cardo y Las especies del aire, de Roberto Méndez; y Canciones y (algo que no logro descifrar), de Omar Pérez.
Estos poetas se dieron a conocer alrededor de los años ochenta y son, desde entonces, junto con los suicidas Raúl Hernández Novás y Ángel Escobar, tributarios de lujo a esa corriente mayor que es la mejor poesía cubana de todos los tiempos.
*Poeta, editor, guionista, crítico de arte. Su más reciente título es La violenta ternura, antología poética personal, Ed. Arte y Literatura, 2007.
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