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Agustín Escobar Ledesma
Long Beach
El calor húmedo de Long Beach nos abrazó con fuerza, el tío Eleazar decía que estábamos a cien grados Fahrenheit y que cada día que pasaba aumentaba más la temperatura. Sin embargo, a mí el clima me parecía muy agradable, sobre todo porque las Miller que nos invitó estaban heladas, exquisitas. Carolina, la esposa del tío, de vez en vez suspiraba muy hondo y profundo, tal vez por recordar a su Tepechitlán, Zacatecas, lugar de donde había salido más de veinte años atrás. Dijo que nosotros habíamos entrado con la frente en alto, a sabiendas que nuestro destino era el de visitar a Max en Avenal Prison y no el de quedarnos a trabajar, a diferencia de la mayoría de nuestros paisanos que tienen que cruzar la frontera de ilegales, arriesgando la vida en el intento, limándose las yemas de los dedos para que la migra no los identifique a la hora de detenerlos.
Eleazar nos dijo que tenía que ir a la marqueta por algunas provisiones, invitándonos. Durante el trayecto dijo que todas las personas que se suben a un carro deben de llevar puesto el cinturón de seguridad, porque de otro modo los polecias (al principio creí que no sabía pronunciar bien la palabra “policía”, pero después me di cuenta de que los chicanos dicen polecía ; ésta y marqueta fueron de las primeras palabras del spanglish con las que me topé en el camino) los detienen y les dan un tiquete muy caro. El tío, hospitalario, nos ofreció una habitación para dormir. Esa noche tuve una clase de inglés intensivo en mi sueño: “Almohada pillow,/ cama bed,/ pollito chicken/ gallina hen./ Ha llegado la hora de aprender inglés,/ si abres la mente podrás comprender/ y verás lo fácil que es hablar inglés.”
Familia chicana, Este de Los Ángeles, 1993
Foto: Joseph Rodríguez/ ZoneZero |
En 1968, Eleazar pasó por Tijuana para establecerse en Long Beach. “Desde entonces aquí estamos y no nos vamos”, dice el tío, recordando una de las consignas que más se corearon durante las multitudinarias marchas que se han dado a partir de 2006 en contra de la penalización de los más de 12 millones de indocumentados, que se manifestaron en Los Ángeles (con el alcalde Antonio Villaraigosa y el cardenal católico Roger Mahoney a la cabeza), San Francisco, Chicago, Denver, Atlanta y Washington, entre otras.
Para el tío Eleazar el racismo de los anglos contra los latinos no existe, ya que la polecía sólo detiene a quienes cometen infracciones, sean del color que sean. Eso del racismo es un pretexto del que abusan muchos latinos para evitar ser sancionados por violar alguna ley de tránsito, dice convencido el tío Eleazar quien, a pesar de él mismo ser de origen mexicano y haber entrado de ilegal, suscribe, en parte, la posición conservadora de los intelectuales orgánicos del stablishment estadunidense, y que ven en el fenómeno migratorio un atentado a los valores del imperio, tal y como lo propone Samuel P. Huntington en su libro El choque de civilizaciones: Y la reconfiguración del orden mundial (Paidós, México 2004).
Huntington clasifica, en su demagogia conservadora, a quienes aportan mano de obra barata como “la amenaza mexicana”; además expone el temor de que los migrantes reclamen como suyos los antiguos territorios arrebatados a nuestro país en el siglo XIX. Huntington cree que nuestra cultura marcará la destrucción de la Unión Americana, porque ésta, desde sus orígenes, fue blanca, protestante e individualista. No está por demás señalar que su posición excluye a la población india original, a los colonizadores españoles y franceses que llegaron antes. Sin embargo, desde el inicio, la colonización se caracterizó por ser una sociedad diversa, porque aún entre los protestantes blancos hubo profundas diferencias culturales y religiosas. Las preocupaciones del politólogo Huntington son precisamente las diferencias culturales entre mexicanos y anglosajones, por eso propone que el gobierno estadunidense no pierda de vista la invasión mexicana a Los Ángeles, sitio en el que, según él, se está gestando la destrucción desde adentro del país de las oportunidades; que Burger King y MacDonalds están perdiendo la batalla ante la vitamina T: tortillas, tacos, tlacoyos, tostadas, tamales, totopos y tortas.
El tío Eleazar nos lleva a visitar a la parentela ya conocida; la casa del tío Silvano y Narda (en realidad se llama Leonarda y forma parte de la trilogía de hermanas conocida como las leonas: Leonarda, Leonila y Leonor) que también viven en Long Beach, en un edificio de apartamentos en mal estado, con una chirriante y sucia escalera de madera por la que tenemos que subir al primer piso. Nos abre la puerta la tía Narda y nos mira sin mucho entusiasmo, sin sorpresa, tal vez un poco cohibida porque la sorprendemos en su humilde y deteriorado departamento “Mejor habían de ir a Tepechitlán, allá mi casa si está grande y bonita” nos dice a manera de disculpa. No es para menos, el lugar está a reventar, pues en un viejo sofá está acostado y dormido en short uno de sus hijos que trabaja de noche y duerme de día, con un ruidoso ventilador que le procura algo de aire fresco sobre su cuerpo, en el que sobresale una cruz tatuada sobre el omoplato derecho. El televisor encendido me recuerda Un mundo feliz, de Huxley: funcionando como un grifo abierto, desde la mañana hasta la noche en el que van las figurillas de aquí para allá en su cuarto de vidrio iluminado, como peces en un acuario, silenciosos pero agitados habitantes de otro mundo. Narda tiene a su cuidado tres pequeñas niñas de otro de sus hijos, refugiadas en la cocina; Silvano, su marido está sentado en un sillón con el pantalón subido hasta la rodilla, aplicándose compresas de agua caliente, pues apenas dos horas antes de nuestra llegada se cayó en la calle golpeándose seriamente: “Ya tienes ochenta y seis años –le recrimina en tono avinagrado la tía Narda–, y todavía quieres andar como si fueras un muchacho, ya ni la haces.” El anciano tiene más de treinta años viviendo en Long Beach, aunque ahora ya está pensionado y el gobierno le deposita mil dólares mensuales. El tío Silvano le tiene tirria a los afroamericanos, a quienes, políticamente incorrecto, les llama negros. Apenas se oculta el sol, Silvano ya no sale de su casa, porque no quiere sufrir otro susto a manos de los pandilleros del primer mundo.
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