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Sobre un tema de Azorín
Leandro Arellano
"Nada más cómodo que viajar en tren", escribió Azorín –un escritor poco leído hoy– en Castilla, en donde narra con gracia e imágenes coloridas el tendido de los primeros caminos de hierro en España. "Una preocupación por el poder del tiempo compone el fondo espiritual de estos cuadros", advierte en el prólogo.
En mi infancia acudí incontables veces a la estación, a observar el paso de los trenes. Aún existían aquellas locomotoras de vapor, negras y amenazadoras, que bramaban estruendosamente lanzando humo por el copete, mientras se acercaban al poblado, seguidas de la caravana obediente y multicolor de los furgones. La tierra toda vibraba a su paso, y los bufidos despavoridos de su silbido inconfundible ahuyentaban a los más osados. Cuando se detenía, abrumaba el barboteo fragoroso de las calderas y el resoplido impetuoso de la locomotora.
¡Cómo debieron haber visto aparecer nuestros antepasados, la primera vez, aquel monstruo medieval al que precedía un imponente penacho oscuro, y cuyo andar estruendoso y violento era impulsado por esos brazos metálicos apostados en sus ijares!
Esas viejas locomotoras de vapor acababan su rosario de vagones en el cabús (anglicismo que no registra el Diccionario de la Real Academia ni cita María Moliner), el furgón de cola, aquel coche amarillo y rezagado al que nunca pude acceder y del que entraban y salían maquinistas y garroteros, y con el que se perdía el tren en el horizonte, como una manchita en la lejanía.
Y allá, a la distancia, confundiéndose con el firmamento, se prolongaba el tendido de los rieles, la vía que convidaba a la novedad, a mundos diferentes, a ciudades desconocidas y a otras gentes.
Nos arrobaba la elegancia y pulcritud del conductor y de los garroteros, vestidos de traje y corbata –que, con menos almidón, aún conservan–, así como el uniforme del maquinista: camisa a rayas, pantalón de peto, gorra abombada y el rojo paliacate al cuello.
En el silencio de la noche, el silbido de aquellas máquinas marcaba las horas inexorables y el ronroneo del convoy arrullaba en plena madrugada. De aquella estación aún percibo su olor a humedad, su sombra fresca, el martilleo del telégrafo y la ventanilla que se abría puntual a la venta de boletos.
El tiempo, que todo lo muta, no ha transformado por completo aquellas imágenes. Pero esas máquinas que comenzaron a deslizarse sobre rieles al mediar el siglo xix, hoy son piezas de museo. El bamboleo y el ritmo, el traqueteo y el estrépito de aquellos pesados ferrocarriles es cosa del pasado. El fragor de los viejos armatostes de vapor cedió el paso a la gallardía monótona de las máquinas diesel y luego a otras más modernas, impulsadas por energía eléctrica.
Los trenes actuales, como lo demandan los tiempos, son cada vez más rápidos, silenciosos y ambientalmente limpios. Los más recientes han evolucionado hasta llegar al modernísimo diseño de los trenes bala y los de levitación.
El principio de locomoción no ha cambiado, sin embargo, igual que aquellas antiguas locomotoras, el tren rápido se desliza por valles y praderas, sube y baja montañas como un reptil multicolor, atraviesa ríos, remonta sierras, cruza túneles, cimbra puentes, aún va por la vía "como aguinaldo de juguetería".
Con todo, las diferencias entre los trenes antiguos y los modernos son abrumadoras. Una, mayor, es la velocidad.
El tren rápido, bala o exprés, que se ha bautizado con distintos nombres, comparte con los antiguos las esencias: en él la travesía jamás se torna monótona, el trato humano se resuelve mejor que en otros medios de transporte, se percibe el paisaje del mismo modo, se lee con comodidad y se come y bebe sin estar encogido, y hasta es posible ejercitar las piernas durante horas.
¿Cómo será la experiencia de quienes viajan en los trenes que recorren territorios extensísimos como Rusia, China, India, Brasil, Canadá y Estados Unidos? ¿Y cuándo podremos realizar, en tren, el trayecto entre Alaska y Buenos Aires, entre Casablanca y Ciudad del Cabo, o entre Lisboa y Seúl?
En meses recientes nos ha tocado recorrer en varias ocasiones el tramo Seúl-Pusan-Seúl en el ktk, el tren rápido de Corea, y no hace muchos meses viajamos de París a Santiago de Compostela. El trayecto, primero a Burdeos y luego a Bayona, lo hicimos en el tgv, el Train á Grande Vitesse. Es uno de los trenes más evolucionados, que cada vez más países se aprestan a instalar en sus territorios.
A la distancia, se me figuró un proyectil gigantesco que resbalaba por la campiña, confiado en su poderosa tecnología y protegido por su majestuosa coraza metálica, un ciempiés antediluviano que se arrastraba veloz, ondulante y resplandeciente.
Al observar el paisaje –que Azorín recomienda mirar a lo lejos y no el que se desliza junto al vagón– sobreviene una sensación que nos asoma a la eternidad: la vista del mar, las nubes, el bosque, el valle, la montaña provocan en el viajero impresiones alternadas, que transitan de la humildad y la melancolía al regocijo y la fe. Más de una vez interrumpí la lectura de los poemas de Rosalía de Castro, atraído por los sucesivos cuadros que el panorama nos iba descubriendo, y reconfortado por las percusiones apenas audibles de los rieles.
Su velocidad –silenciosa y casi imperceptible– hace pensar en una nueva dimensión de las cosas y parece que nos conduce a un paseo espacial.
Pues ahora resulta, como se ha anunciado recientemente, que el nuevo modelo v150 del tgv, con 25 mil caballos de fuerza, alcanzó en prueba los 574.8 kilómetros por hora, en un tramo de la ruta París-Estrasburgo. Con ello ha reducido en ocho o diez veces el tiempo de aquellas viejas locomotoras, alcanzando la velocidad del avión, y todo sin despegarse del suelo.
Si la más antigua y difundida concepción del tiempo es la que lo considera como el orden mensurable del movimiento, Azorín bien puede sonreír en su cielo. El adelantado Julio Verne lo previó con palabras sencillas: La distance n´est qu´un mot relatif, et finira par être ramenée a zéro. ("La distancia no es más una palabra relativa, y terminará por ser reducida a cero.")
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