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Ana García Bergua
A la cola
Parece que se aproxima el Apocalipsis y aun así la burocracia no morirá nunca. He sabido que a últimas fechas sacar un pasaporte significa ir a hacer cola a cualquier delegación donde exista una oficina de la sre desde las cuatro de la mañana, cola durante la cual le entregan a uno la fichita con un número. Todavía no lo hago –lo hice cuando la cola era a las seis o siete de la mañana, con luz de día–, pero me imagino perfectamente la misma cola tan larga y la escena nocturna, pues la imagen se encuentra entre las reminiscencias más puras de la antiquísima burocracia priísta: los vendedores ambulantes de café y tamalitos –ésos se agradecerán–, los que se ofrecen a hacer cola por una módica suma, los que venderán su lugar en la cola por otra módica suma, aquellos influyentes a quienes les guardarán su fichita, aquellos que en su lugar de la cola guardarán en realidad varios lugares. En este país, y en otros que recuerdan a caricaturas de país socialista, la cola ha sido siempre un modo de vida para muchos, un lugar donde la piadosa clase media que paga impuestos tendrá oportunidad de depositar su diezmo a los desamparados que buscan colas y gente que al pasar deja caer monedas. Supongo que así funciona la economía nacional (derrama, le llaman y sueña como a llorido) y dada la ausencia de oficinas suplementarias para expender pasaportes en época vacacional –a saber por qué tantos huyen de este edén melancólico, se dirán los funcionarios–, me imagino que la modernización, como dicen, tiene sus límites. A fin de cuentas, la cola puede ser un sistema bastante eficaz, que como vimos puede dar trabajo a mucha gente. En épocas priístas, toda la sociedad mexicana era una gran cola, como señaló de manera memorable Gabriel Zaíd, en cuyo extremo se repartía el queso. Ahora que ya casi no hay queso, ni quien lo fabrique o lo recicle –y sí muchos contables y administradores en todas partes que se pasan facturas de queso de una mano a otra en unas rondas interminables, túneles de queso gruyère, y cobran por ello–, dan un poco de grima las colas. Verán ustedes, da la impresión de que al final de las colas no hay nada, si no es quizá otra cola en un grado distinto que se dirige hacia la cola superior que anuncia la Gran Cola. A menos que, como buen emprendedor (así les dicen, no me culpen), uno se levante un día y se diga: voy a montar una Pyme, ¡una cola!, la Loca Cola, cuyos integrantes provean de trabajo a tantos prestadores de servicios que andan por ahí: no sólo vendedores de viandas, sino peluqueros, lustradores de zapatos, ofertantes de fayuca e incluso médicos ortodoncistas, doctoras corazón y bibliotecarios, tan largas son las colas que para todo dan, de todo hay tiempo en ellas menos de tener tiempo. Porque verán ustedes, esta vida tan moderna, tan computarizada, tantos aparatos lectores de huellas digitales, tanto tráfico invisible de señales de comunicación, todo eso está muy bien, pero a la vida le falta sabor, el calor de antes, el gesto humano que de maneras tan patentes se refleja en la entrega del papelito arrugado con un número a horas inverosímiles de la madrugada, bajo la luz de la luna en medio del esmog, en una cola larga como de Seguro Social, como de despensa, o si lo quieren ver un poco más bonito, como de concierto de Luismi.
Como pueden ver ustedes, no me termino de animar a hacer esa cola del pasaporte que de todas maneras haré. Por lo menos ya sé qué hay al final: funcionarios apresurados, ahora bien entrenados para hablar bonito aun cuando sea para cantar que regrese usted por otro papel y la cola que hizo fue de balde, otras colas y otras esperas. Y nuestra resignación eterna, capaces de hacer las colas necesarias, sabios para deslizarse en lugar más conveniente o para sacar de la cola a los tramposos, expertos en Cología o ciencia de hacer cola, e inermes como siempre. Una de mis facetas más inocentes llamó por teléfono a un número donde dan información respecto al trámite del pasaporte. Contenta de que un señor me hubiera contestado –eso ya era mucho, sabiendo cómo se las gastan en las oficinas–, le pregunté si era verdad que había que ir desde las cuatro de la mañana, con la ilusión de que sacara de una chistera mágica una oficina o sitio de internet donde tramitarlo, pero su respuesta no hizo más que confirmar el laconismo del mexicano ante la inminencia de las Grandes Colas: pues sí, hay que estar temprano, dijo.
Pues sí, parece que se aproxima el Apocalipsis. Lo peor de todo es que habrá que hacer cola para verlo llegar.
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