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Ana García Bergua
Escribir de los setenta
Lleva pasando desde Los detectives salvajes y desde no sé cuántas novelas que no conozco: escribir de los setenta, para la generación a que pertenezco, es escribir de pachangas y caídas: interminables unas, ridículas otras, muchas trágicas, o tragicómicas, o imposibles de contar. O disfrazar las historias de fantasía, tanto pueden llegar a doler. Ay, qué década aquella; los miembros de la clase media de este país medio nos empeñábamos en hacer pequeñas revoluciones, según cada quien la entendía: que si política, que si social, que si sexual, que si estética o intelectual. Para muchos afanados en la revolución social, por ejemplo, fue todo un descubrimiento leer El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, y con ella, descubrir a los chichifos, los Adonis García que andaban por Insurgentes, por los Sanborns: saber que en la esquina del Cine de las Américas –junto al ya extinto café con sus sillas de los sesenta que albergaban a unos Jean-Paul Belmondos pachoncitos–, ligaban los gays, o ahí les pegaban también los dizque machos. Y descubrir después los bares gays, la afamada Xóchitl, que era un señor disfrazado, tantos amigos que salían del clóset y adoptaban esa cultura a la vez refinada y locuaz, desparpajada, tan llena de ingenio y encanto, que cobró fuerza y derecho, y ha sentado sus reales por fin.
Qué de pachangas, decía, antes del vih, y cómo a muchos les –nos– cambiaron la vida. Y qué difícil escribir de ellas, porque a fin de cuentas muchos, en lo profundo de nuestra alma, seguimos siendo señoras con peinado de casco al estilo de Jackie Kennedy y creemos tener una reputación que cuidar, o una gran confusión que aclarar. O qué sé yo, también escribir de pachangas puede ser la cosa más aburrida y antiliteraria del mundo –sólo hay que leer los diarios de Anaïs Nin (otro libro que nos empeñábamos en digerir entonces) para darse cuenta: lo que queda es una especie de trivia bastante insulsa, con personajes que a nadie resultan interesantes, más que a los aludidos, si es que se llegan a ver representados en los muñecos de cartón. Quizá hace falta para lograrlo una gran distancia. Roberto Bolaño, por ejemplo, lo hizo desde lejos y bastante tiempo después: escribió Los detectives salvajes, que es una novela magistral, en la que enriqueció mucho a los protagonistas reales con literatura pura. La verdad, es mucho mejor el personaje de Ulises Lima que el poeta que lo inspiró y su cofradía. O quizá lo que hace falta es ser poeta: en general aquellas evocaciones salen mejor en poesía, como evocaciones, revelaciones o simbolismos. Por eso cuando me acerqué a Fruta verde, de Enrique Serna, sabiendo ya por una entrevista que le hicieron en La Jornada que la novela tenía cierto cariz autobiográfico, sentí a la vez temor e interés: temor por lo que acabo de exponer, e interés porque quería saber cómo un escritor tan avezado e inteligente habría resuelto aquel asunto que con seguridad a varios de nosotros –los escritores que en aquella época fuimos jovenazos experimentadores– nos ronda como fantasmita alrededor de nuestras pelucas Mi Alegría à la Jackie Kennedy (¿o será à la Farrah Fawcet?): ¿cómo escribir los setenta?
A reserva de escribir sobre ella con mayor extensión, me parece que Fruta verde logra con creces su cometido. Fruta verde es un homenaje a la madre refugiada española y al amante gay del protagonista, un chico de la clase media con interés por la cultura, alter ego serniano, quien a través de estos dos personajes descubre sus deseos. En ella, Enrique Serna ha perfeccionado el artificio de la autobiografía ficticia, logrando una novela muy conmovedora, de personajes fuertes, hechos de carne y oficio literario. Fruta verde trasciende la anecdótica seducción y salida del clóset, pues en ella la identidad sexual del protagonista es también un simbolismo de otra identidad más amplia y profunda que abarca la educación sentimental y la formación literaria. Dice su protagonista: "A mí me encantaría ventilar intimidades en público como lo hago con mis amigos. Es una catarsis muy liberadora. Pero en México la sinceridad es un acto suicida. Todos nos escondemos de todos, y cuando alguien se muestra, los demás lo linchan o le hacen el vacío. Por eso nadie escribe autobiografías: nos da terror abrirnos a los demás."
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