La cita
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Claudia Guillén
La cita
Collage digital de Elisa Barojas |
Los pasos rápidos y continuos de María Elena parecían intercalarse con sus pensamientos cortos y contundentes. La calle, casi solitaria, le daba la oportunidad para no observar nada con detenimiento y así concentrarse aún más en su dolor de muela y esas angustias que atormentaban su mente con la fuerza de un puñetazo repetido.
Sólo por un instante hizo a un lado las ideas que la afligían, para dirigir la vista a un camión recolector de basura donde unos hombres vaciaban cajas de cartón que despedían olores pútridos. Después de que las dejaron en el piso, una banda de perros callejeros las olisquearon indiscriminadamente, deseosos de encontrar en ellas algo con qué alimentar sus cuerpos famélicos. Así se sentía María Elena: desesperada, hurgando en sus imágenes mentales alguna que le trajera algo de sosiego. Fue inútil. No hallaba un resquicio de paz.
Tenía un recuerdo difuso de cuándo había empezado a coleccionar sus fobias, y trató de ordenarlo. De niña no temía a los juegos rudos; era aguerrida, sin que le importaran las consecuencias de golpes, descalabros o regaños. Retozaba con diferentes especies de animales, incluso con los rastreros; subía hasta las copas de los árboles sin detenerse a pensar en el miedo de caer de las alturas. Se refugiaba de los regaños y golpes paternos en cuartos oscuros, sucios, habitados casi siempre por ratas y ratones que corrían por ahí con la familiaridad de quien se sabe en su territorio. El cansancio era su único límite en aquellos tiempos.
Mientras se dirigía a su cita, guiada por el sonido de sus tacones sobre la banqueta, María Elena enumeraba cada una de las incapacidades que hacían más estrecha su existencia. De unos años para acá, los espacios cerrados se le habían vuelto insoportables. Lo mismo las alturas. Elegía sus rutas por calles que semejaban a un pueblo abandonado, es decir, vacías de personas, con edificios que no pasaran de tres pisos de alto. Algunos meses atrás, una mañana, de buenas a primeras se dio cuenta de que no podía tragar bien la saliva: su garganta tiesa se empeñaba en no permitir pasar nada y una espesa nata inundaba su paladar. Ni alimentos sólidos ni líquidos traspasaban esa muralla que se había erigido en su garganta similar a la puerta de un castillo abandonado. Por las noches la atacaban frecuentes ahogos que la hacían despertar de manera súbita, pensando que empezaba a vivir su propia muerte. La certeza de que sus días estaban contados se iba apropiando de sus emociones. Vivía inmersa en constantes angustias. En ocasiones, antecedido de un fuerte dolor, un hormigueo recorría su brazo derecho como el anuncio de un posible infarto. Sólo el pasar de los minutos, lentos, agobiantes, la hacía caer en cuenta que si se tratara de un infarto ya habría muerto. La situación se repetía una y otra vez, y siempre pensaba lo mismo: "me está dando un infarto, sí, no puedo respirar". Diez minutos después, aspiraba profundamente el aire sólo para darse cuenta de que sus latidos habían regresado a su ritmo natural.
Fue a ver a un médico que le dijo que su corazón estaba sano, aunque sí identificaba que su glotis sufría algún tipo de atrofia. "Por eso los ahogos, mi querida señora." Ya le había programado una operación que le reestablecería las funciones de ese órgano, cuando María Elena cayó en cuenta que debía tomar otra opinión antes de practicarse la cirugía. Si de algo estaba llena su libreta telefónica era de los números de doctores en diferentes especialidades. Cuando dudaba sobre con quién acudir, en algún anuncio del periódico que compraba cotidianamente para leer los obituarios, leyó las bondades medicinales de un brujo. Fue con él a un departamento vacío, de pisos de mosaico color blanco, donde sobresalía un tapete rectangular, tejido a mano, con una vela prendida en cada esquina. El olor a incienso anegaba el espacio. El brujo le pidió a María Elena que se descalzara y que se recostara sobre el tapete. Mientras seguía sus instrucciones, el joven brujo, de ojos azules y penetrantes, daba fuego a cada vela con sumo cuidado. Maria Elena sintió un escalofrío y cerró los ojos. Después de revisarla, el brujo le hizo saber que en su garganta se concentraban todos los males que había sufrido en la vida, como si éstos fueran una suerte de ejército en rebeldía. Por fortuna aún estaban a tiempo de remediarlos. Las consultas fueron cada dos días. El brujo, un hombre delgado y blanco que vestía pantalones de manta, la acostaba en el piso para recitar diversos cantos, mientras con sus manos sobre el aire hacía mímica como si estuviera frotándole un ungüento mágico que aliviaría su garganta. Las semanas trascurrieron y María Elena no notaba ninguna mejoría. Entonces echó mano de algunos ahorros para consultar a otro especialista, quien le explicó que los síntomas apuntaban a una enfermedad llamada "ataques de pánico". Ataques que implacablemente se insertaban dentro de su cerebro para animar a la angustia a salir de ahí, y se manifestaban a través de ahogos y otros síntomas, como taquicardias. El médico le recetó varios ansiolíticos que parecían no hacerle efecto. Entonces le pidió que se hiciera un estudio, en donde le mostraron su garganta en una suerte de radiografía con movimiento, en la cual no se reflejaba ninguna anormalidad: "Usted se puede comer un pollo entero, señora, su problema está en la mente, no en el cuerpo."
A pesar de las evidencias, María Elena no podía creer que aquello fuera cierto. Era como un suicido disfrazado de angustia.
Ahora, con la larga caminata sentía que sus pulmones se habían cansado y se detuvo para tomar aliento junto a un ventanal. Por unos segundos contempló su reflejo. Su aspecto no era el de una mujer que acababa de cumplir cuarenta años. Por el contrario, parecía una década mayor. En sus facciones desdibujadas se acentuaba una expresión sombría y un pequeño abultamiento que le deformaba la parte izquierda del rostro. Su postura era más bien desgarbada, inclinada hacia el piso, como si se estuviera escondiendo de algo o alguien. Tras comprobar que su facha era más triste de lo ordinario, continuó su camino. No pasaron ni cinco minutos cuando un fuerte acceso de dolor en la muela la atacó sin ninguna consideración. Se detuvo nuevamente para frotar su cachete y sus pensamientos se desviaron a días anteriores.
Como parte de su rutina cotidiana, veía la televisión cuando una punzada se le instaló en la parte posterior izquierda de su dentadura y, con el tiempo, se fue transformando en una tortura insoportable. Tomó analgésicos que por momentos la calmaban; sin embargo, el dolor se repetía cada vez con más intensidad. Los ahogos cesaron y su mente se concentró en las punzadas y las consecuencias de éstas. "Podría tratarse de un cáncer ya sin remedio", se dijo. Por miedo al diagnóstico, soportó estoicamente el tormento molar sin consultar a un especialista, hasta que el dolor no cedió ni con los analgésicos.
No pudo postergarlo más. Emprendió la tarea de localizar, en la guía telefónica, al dentista que la sanaría, o bien, que le confirmaría el veredicto de su próxima muerte. Encontró un anuncio que destacaba: Tratamientos sin dolor y en cómodos pagos. Sin duda ese era el lugar para ella. Lo que sea para no sufrir más, pensó. Marcó el número y una voz muy amable le indicó, por el otro lado de la línea, que por ahora el médico no se encontraba, pero que le podía dar la primera cita del día siguiente. Me urge, insistió. Lo sé, señora, pero por desgracia el doctor está de vacaciones y no puede atenderla sino hasta mañana. A pesar de que la inflamación se hacía cada vez más dolorosa, prefirió esperar. La motivaba esa promesa de "tratamientos sin dolor", que le evitaría enfrentarse al sufrimiento tan comentado por las personas que acudían al dentista. Convino la cita para las ocho de la mañana. Se tomó dos calmantes y se dispuso a ver la televisión.
El dolor no cedía, ahí estaba como un intruso, rompiendo la poca tranquilidad que aún conservaba. Mientras la televisión proyectaba una telenovela, María Elena se puso a divagar en lo terrible que sería si el doctor por algo no llegara a la cita. A él qué podía importarle que estuviera sufriendo; primero eran sus vacaciones. Qué tal que perdía el avión y con toda calma le pedía a la telefonista amable que cancelara todas sus citas. Seguro estaba en un hotel de ésos que anuncian en las revistas, acompañado por una cerveza mientras observaba el mar sin ninguna preocupación, fuera de no asolearse demasiado y adquirir alguna enfermedad en la piel. ¿Y si uno de sus hijos le pedía que se quedara?, cómo iba a decirle que no; un día más qué importa si se trata de cumplir los deseos de un vástago. Los pensamientos de María Elena se desviaron hacia su propia vida. Parecían explotar dentro de su mente para recordarle que ella nunca había tenido un descanso, ya fuera por haber vivido una infancia llena de penurias, o después, por la prolongación de esas mismas penurias durante su vida adulta. Sus entradas únicamente le alcanzaban para pagar la renta de ese pequeño cuarto lleno de recuerdos ociosos y viejas figuras de adorno. La sala, el comedor y su recámara se distribuían en esos pocos metros cuadrados. Apenas una ventana le daba algo de ventilación, porque la luz era interceptada por un enorme edificio. Compraba ropa una vez al año. El poco dinero restante se le iba en médicos que jugaban con sus obsesiones hipocondríacas. Es cierto que hasta ahora sus enfermedades habían sido producto de su turbada imaginación, pero María Elena estaba segura de que sus temores eran el presagio de un mal concreto, verdadero, definitivo. Esta certidumbre la hizo llegar a la idea de que su dolor de muelas era consecuencia de algún tumor maligno, o de cualquier otro padecimiento irremediable. ¿Sería, entonces, la muela, la responsable de su desaparición de este mundo?
Al tomar conciencia de su gravedad, recordó un programa de televisión que había visto una semana atrás, donde se hablaba de personas que entraban al consultorio del dentista por su propio pie y salían en camilla rumbo al velatorio. "No cabe duda. Ese es mi destino", concluyó. Seguramente, en su visita al dentista, éste le encontraría un cáncer terminal que acabaría de una vez por todas con su triste existencia.
Empezó a ordenar sus pocas posesiones, pues el trabajo de costurera no había dado nunca para mucho. No tenía a quién dejárselas. Su soledad era absoluta. Carecía de amigas y de sus padres no quiso volver a saber nada desde que salió de su casa. Tampoco había comprado una mascota, ya que le producía horror cualquier enfermedad que ésta pudiera transmitirle. Los hombres también estaban desterrados de su desolado universo; nunca había tenido relación con ninguno. Su apariencia frágil, su cuerpo pequeño en el que resaltaban más los huesos que la carne; su piel rasposa, que le otorgaba un aspecto esquelético, y su carácter constantemente alterado a causa de las fobias, no le habían permitido socializar con nadie. Esa fue una de las razones por las que eligió el oficio de costurera: para trabajar sin tener que salir de casa ni relacionarse con la gente.
Antes de dormir buscó de nuevo en la sección amarilla, pero ahora para localizar el teléfono de alguna agencia funeraria cercana. La quería tener bien ubicada, por si las dudas. Pensó en la portera de la vecindad como depositaria de sus bienes. Siempre fue amable conmigo y nunca me vio con asco. Le escribió algunas líneas donde la nombraba heredera de sus pertenencias y le dejaba los datos de la persona que se podría ocupar de los arreglos funerarios en caso de su muerte. Se acostó a dormir y casi inmediatamente se hundió en un sueño tranquilo y profundo.
Fueron muchas cuadras las que tuvo que caminar antes de llegar al edificio donde se ubicaba el consultorio. Al toparse con él, lo encontró brillante al reflejo del sol. María Elena se sentía nerviosa por lo que le esperaba al traspasar esa puerta. No obstante, siguió caminando. Se acercó al mozo que estaba en la entrada para rectificar el número de piso. Entró al elevador y subió al penthouse. Allí se encontró con un despacho amplio y decorado con muebles modernos. Se presentó con la recepcionista.
–Soy la señora María Elena y tengo cita a las ocho.
–Sí, señora, por favor tome asiento, el doctor en un momento la atenderá.
María Elena se dirigió al sillón que estaba en la sala de espera, se arrellanó en él. Un ligero temblor le recorrió el cuerpo. Tomó de la mesa de centro una revista médica y se puso a hojearla. Vio varias fotos de hombres y mujeres acostados en el sillón del dentista, cubiertos por sábanas blancas y rodeados de lámparas e instrumental quirúrgico. Pasó las páginas y contempló imágenes, tomadas muy de cerca, de labios leporinos, encías abiertas, lenguas escoriadas y caries de todo tipo. El temblor en su cuerpo se hizo más fuerte.
Cuando escuchó que la recepcionista se dirigía a ella, cerró la revista y la devolvió a su lugar. Entonces se puso de pie. Al tomar su pequeño bolso sintió cómo en su boca se le dibujaba, enigmática, una media sonrisa que le torcía ligeramente los labios hacia el lado izquierdo de la cara. Siguió a la joven de la voz amable, segura de que, al caminar hacia donde la esperaba el médico, daba los primeros pasos rumbo a la cita con su propia muerte.
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